La consolidación doctrinaria en materia de política económica que se fraguó a finales del cardenismo desembocó en la redacción de un nuevo marco legal para los rubros bancario y monetario. Dos acontecimientos simbolizan, en dicho momento histórico, la terminación de una era en la vida del Banco de México y el inicio de otra: en primer término, la renuncia de Luis Montes de Oca y el nombramiento de Eduardo Villaseñor como director de la institución. El segundo fue la promulgación, en abril y mayo de 1941, de una nueva ley orgánica del Banco de México y otra para las instituciones de crédito.
La inquietud por reformar el marco legal del ramo bancario se remonta a los primeros meses de 1939. Para esa época, el secretario de Hacienda, Eduardo Suárez, asesorado por Antonio Carrillo Flores, jefe del Jurídico de esa dependencia, Eduardo Villaseñor y Luciano Wiechers, llega a la conclusión de que es necesario remozar y actualizar la Ley de Instituciones de Crédito de 1932.[1] Con todo, la modernización no fue la única motivación para escribir un nuevo ordenamiento; el proyecto respondía también a la necesidad de aprovechar la coyuntura de gran afluencia de capitales para desarrollar al país. En efecto, el estallido de la Guerra Mundial en Europa y posteriormente el ingreso de los Estados Unidos a la contienda desataron un torrente de capital vagabundo que vino a buscar refugio en los bancos mexicanos. Resultaba un imperativo recurrir a esos fondos para impulsar, en especial, el desenvolvimiento industrial de México.
Por lo tanto, a mediados de 1939 el ministro Suárez designa una comisión que se encargaría de estudiar la materia bancaria y de confeccionar un proyecto de ley bancaria que remplazaría a la ley vigente de 1932. La comisión se integró con Pascual Gutiérrez Roldán, a la sazón director de Crédito en la Secretaría de Hacienda, Luciano Wiechers y Antonio Sacristán Colás, refugiado español que había llegado a México apenas unos meses antes de ese nombramiento. Sacristán tenía un currículum bancario y económico que impresionaba: era doctor en derecho y había impartido por algunos años la cátedra de derecho mercantil en la Universidad de Madrid. Al dejar España, detentaba el cargo de secretario general del Consejo Superior Bancario, organismo equivalente en México a la Comisión Nacional Bancaria. Antes de eso, Sacristán fungió en su tierra natal como director general del Tesoro y después como subsecretario de Hacienda.[2]
La comisión, que tardó unos ocho o nueve meses en presentar un anteproyecto, laboró en estrecho contacto con Suárez, Villaseñor y otros funcionarios que iban paulatinamente conociendo y, en su caso, aprobando el articulado. Raúl Martínez Ostos, consultor de Wiechers, concurrió con frecuencia a las sesiones del grupo e incluso la comisión llegó a encargarle la redacción de aquel capítulo que llevó por título “De las sociedades de capitalización”.[3] Para esa época, Martínez Ostos había ya consolidado firme reputación como experto en banca y moneda. Aunque abogado de formación, había emprendido desde 1934 un intenso programa autodidacta de estudio en esas materias, lo cual lo llevó, en 1939, hasta el puesto de jefe Jurídico de la subsecretaría del ramo en la cartera de Hacienda.
Los trabajos para la redacción de la ley recayeron principalmente sobre las espaldas de Wiechers y Sacristán, aunque el respaldo de Gutiérrez Roldán no dejó de ser útil por sus conocimientos en la materia de bancos. Sacristán fue encargado de redactar la exposición de motivos de la ley, aunque a la postre la misma fuera publicada prescindiendo de su correspondiente preludio, ya que por razones de carácter político que más adelante se aclararán, se decidió no dar al conocimiento público la correspondiente exposición.
El siguiente paso consistió en presentar el proyecto a la consideración de los propios banqueros, que serían finalmente los obligados a cumplir con las normas del nuevo ordenamiento. Este procedimiento, idea de Sacristán, chocó en un principio con la renuencia de la comisión, ya que pocas veces en México se había recurrido a ese expediente durante la preparación de alguna ley. Sin embargo, la aprobación a dicha sugerencia por parte de Suárez desvaneció toda oposición y las juntas con los banqueros, que se verificaron en el quinto piso del Banco de México, arrancaron en noviembre de 1940. Dichas reuniones, que duraron cuatro o cinco semanas, contaron con la presencia de los principales banqueros de esa época, entre los que se encontraban Salvador Ugarte, Raúl Bailleres, Mario Domínguez, Carlos Novoa, Aníbal Iturbide, etc.
Relata Antonio Sacristán que la revisión del proyecto transcurrió sin que los banqueros levantaran mayores objeciones al articulado y que en realidad las modificaciones que se propusieron fueron más bien de forma que de fondo. En esas reuniones destacó, por su inteligencia y clara visión de la problemática bancaria y financiera del país, el jefe de Cambios, Rodrigo Gómez, quien tiempo después llegaría a la Dirección General del Banco de México.[4]
La Ley de Instituciones de Crédito promulgada el 3 de mayo de 1941 difirió de su ordenamiento antecedente no tanto respecto a la letra de sus disposiciones concretas, sino en función de los principios teóricos que la inspiraron. Según Sacristán, existía una diferencia básica entre ambos estatutos: el de 1932 sostenía, en línea con la ciencia económica de su época, un concepto estático de la banca y de la economía y hacía hincapié básicamente en la conservación de la liquidez y de la solvencia del sistema financiero. La ley de 1941, al contrario y acorde con el postulado keynesiano, partía de una concepción dinámica de la banca y por tanto su meta era la de optimizar el crecimiento de la economía y del sistema financiero.[5] Así, mediante la ley de 1941 se agilizó el mecanismo de creación monetaria en función de la expansión de los procesos productivos y a través de las operaciones de crédito permitidas a las instituciones financieras. Para ello, la ley requirió que se otorgara mayor libertad a los banqueros para “que éstos, dentro de un marco de garantías indispensables para el bien público”, pudieran a su juicio y bajo su responsabilidad “dirigir las operaciones de crédito de las empresas que les son propias, sin atribuir a las autoridades otra función que hacer guardar dichas garantías fijadas en la Ley” y la de “dirección y regulación del volumen general del crédito que ejercitará” en todo momento el Banco de México.[6] En este punto estaba una de las diferencias centrales respecto a la ley precedente, ya que la reglamentación de las operaciones prevista por el ordenamiento de 1932 normaba, de alguna manera indirecta, la estructuración de la cartera de las instituciones de crédito. En contraposición, la flexibilidad y latitud otorgadas por la nueva ley garantizaban potencialmente un más rápido desarrollo del sistema bancario.[7]
Sin embargo, según sus autores, la Ley de Instituciones de Crédito de 1941 fue una disposición ortodoxa en el sentido que tenía dicho concepto en esa época, ya que sus lineamientos se inspiraban en la legislación bancaria por antonomasia, que era la de la banca inglesa. En opinión de Sacristán, todos los banqueros contemporáneos en Inglaterra la hubieran aceptado, con seguridad, sin reparos. La reglamentación referente a los bancos de depósito, por ejemplo, arrancaba del postulado medular de la ley británica:
...como límite formal de la expansión crediticia que cada establecimiento de banca de depósito puede llevar a cabo, se fija un porcentaje mínimo del 30 por ciento del total del balance, que habrá de estar integrado por las reservas de caja, entendiéndose por tales solamente el crédito del Banco Central, esto es monedas circulantes y saldos en cuentas de depósito de que la banca disponga, sumados a las letras que provengan de compraventa de mercancías efectivamente realizadas y a plazo no superior a noventa días. Criterio regulador más flexible y orientador a falta de un mercado de dinero organizado, que la simple determinación de un porcentaje de caja...[8]
La ley de 1941 fue estructurada con base en el principio de la especialización de las instituciones de crédito, mientras que la ley de 1932 había sido estructurada con base en las operaciones bancarias. Con ello, la legislación regresaba al modelo de estructura que habían tenido todas las leyes bancarias precedentes, desde la de 1897 hasta aquélla de 1926.[9] Así, la nueva ley contemplaba seis categorías de instituciones de crédito: bancos de depósito, instituciones de ahorro, sociedades financieras, sociedades de crédito hipotecario, sociedades de capitalización, sociedades o instituciones fiduciarias.
Esta clasificación tan minuciosa respondía, en parte, a la necesidad de acentuar y hacer más explícita la diferencia entre banca de depósito y banca de inversión, separación que, en obsequio a la verdad, ya contemplaba la legislación anterior. En opinión de Sacristán, el hecho de que se hubiese descuidado este aspecto y de que se hubiese permitido que se diluyesen las fronteras de esa clasificación había sido la causa y detonante de la crisis económica de 1929, que se inició con el colapso de la banca austriaca.[10] Había, con todo, otras motivaciones para acentuar la aludida diferenciación:
Al establecer la separación, se ha procurado también servir la necesidad de alentar un mayor desarrollo del mercado de capitales, que no había alcanzado en México el correspondiente a la estructura bancaria de nuestro país. Porque cuando un sistema de crédito carece de una de las dos ramas de la organización, en cierto modo paralela, de los mercados de dinero y capital, especialmente de la de este último, no solamente no es posible la acción normal reguladora, estimulante o restrictiva, que corresponde al Banco Central puesto que a través de aquel es por donde más eficazmente influye la acción de los tipos de interés, que es en definitiva el resorte director del sistema, sino que también el deficiente desarrollo del mercado de capitales, al impedir el crecimiento de las nuevas formas de producción, hace imposible la expansión del sistema de crédito en general, dando lugar a que el país que sufre tales condiciones se mantenga en un estado de permanente depresión, de la que no bastan a levantarle los estímulos que significan las facilidades de crédito bancario a corto plazo.[11]
Lo anterior deja entrever uno de los objetivos manifiestos de esta ley, que era el de promover la inversión y la creación de nuevas empresas, requisito fundamental del desarrollo económico. Para ello resultaba indispensable coadyuvar al desenvolvimiento del mercado de capitales y fomentar el crecimiento de las instituciones financieras o de inversión:
Se ha pasado a primer plano, dándole el carácter de institución principal a un tipo clasificado entre las instituciones de inversión, que en la legislación anterior figuraba entre las instituciones auxiliares: las sociedades financieras. Estas instituciones, cuyos cometidos estaban dibujados con gran amplitud en la ley que se reforma, para servir la promoción de empresas, conjuntamente con la misión intermediaria de la financiación, no habían alcanzado, sin embargo, en la práctica, el desarrollo que corresponde a su misión. Conservando íntegramente la definición de sus funciones se les ha dado mayores facilidades para la emisión de títulos a su cargo, con el propósito de que tales títulos contribuyan a estimular la colocación del dinero del público en operaciones de inversión...[12]
Según Martínez Ostos, la idea de redactar una nueva ley orgánica del Banco de México surge en forma paralela al impulso de modificar la ley bancaria. Ello resulta comprensible si se considera que ambas leyes, al ser complementarias, constituyen el encuadre jurídico de la materia del crédito en México. Esto significaba, por lo tanto, “que la revisión del estatuto legal del Banco de México debía preceder a una revisión complementaria del régimen conforme al cual operaban las demás Instituciones de Crédito”.[13]
Los autores de la ley orgánica del Banco de México de 1941 fueron Luciano Wiechers, Eduardo Villaseñor y Ernesto Espinosa Porset. Wiechers resultó a la postre el ponente más destacado. Su influencia fue determinante para que Suárez, secretario de Hacienda, diera luz verde a dicho proyecto y la exposición de motivos del estatuto referido fue también producto de su erudición y experiencia bancaria.[14]
La motivación principal para redactar una nueva ley orgánica del banco central resultó de la necesidad de verter en un ordenamiento único e integrado las modificaciones y reformas que había venido sufriendo desde 1937 la ley orgánica de 1936, y que habían quedado dispersas en una serie de reformas aisladas e inconexas. En términos generales, se puede afirmar que las disposiciones que se incorporaron a la ley orgánica de 1941 ya habían sido postuladas por la ley reformatoria del 28 de diciembre de 1938. Pero en ocasiones, en el replanteamiento de una materia normativa, no basta un estatuto reformado y se requiere de un nuevo conjunto de disposiciones. Esto lo explica Palacios Macedo en la exposición de motivos de la ley de 1936 al indicar que “un ordenamiento”: “...difícilmente puede ser modificado sin que se rompa la unidad del sistema de reglas que instituye, y no es fácil retocarlo sin correr al riesgo de exagerar, más bien que corregir, los defectos de que adolece”.[15]
Los casos más evidentes de esta herencia jurídica eran, en primer lugar, aquél referido a las normas para regular el crédito del banco al gobierno y, en segundo, los preceptos relativos a la composición, manejo y contabilización de la reserva internacional. Aunque la reforma de 1938 no reconocía explícitamente en su texto la formación de la llamada “reserva oculta”, la oportunidad de esa disposición emanó de la necesidad de integrar un “fondo confidencial” destinado al apoyo de las intervenciones del banco central en el mercado de cambios. En contraposición, la ley de 1941 decidió apartar todo secreto en derredor de dicho asunto. En la exposición de motivos se alude a la formación de la reserva oculta con absoluta franqueza, al afirmar que la ley incluía “el proyecto de mantener ocultos en el balance, los movimientos de una parte de la reserva metálica”.
No es compatible con un sistema de patrón libre como es el nuestro, el que los movimientos de la reserva, que inevitablemente produce la intervención del Banco Central para mantener la estabilidad de los tipos del cambio, puedan ser conocidos punto por punto por la especulación. Por ello, de modo casi universal, los bancos centrales han adoptado con diversas técnicas los llamados fondos de compensación o de igualación de cambios. Este método es el que en definitiva se adopta por el proyecto, al encomendar a una “Comisión Ejecutiva de Cambios y Valores” la regulación del cambio y las operaciones de intervención en el mercado por compras o ventas en el mismo.[16]
Una segunda motivación provino de la necesidad de adaptar la nueva ley orgánica a la concepción doctrinal que había resultado victoriosa en las polémicas de 1937. El corolario de dichas polémicas había sido muy claro: el Banco de México debía tener la capacidad, cuando así lo quisiese, para procurar “una expansión en el volumen general de los medios de pago”, a través de sus operaciones con sus instituciones asociadas. Este planteamiento, que ya se había incorporado en la reforma de 1938, comprendía, además, otro canal operativo: aquel de las relaciones crediticias del banco con el gobierno federal. Este punto quedó dilucidado al menos transitoriamente en una afirmación de Antonio Carrillo Flores de 1975:
El Banco de México es, se dijo ya, un banco central en cuanto que su preocupación fundamental es cuidar, dentro de sus posibilidades, el funcionamiento regular del sistema monetario mexicano. A él no le toca, sin embargo, y esto se definió para siempre en las controversias de 1938, ser el que señala la alta estrategia del desarrollo, que ha sido y es responsabilidad indeclinable de los órganos superiores del Gobierno.[17]
La ley orgánica de 1941 introdujo también lo que podría denominarse como una nueva filosofía gerencial en el manejo y administración del Banco de México. Esta concepción, que también inspiró a la ley bancaria de ese año, debería incorporarse en su ordenamiento complementario que era la ley del banco central. Por ello la exposición de motivos de ésta última asentaba: “Se ha prescindido de la regulación excesiva sobre los diferentes modos en que el Banco de México puede operar en el terreno propio de su competencia que era la característica de la ley que se reforma”.[18]
En efecto, en contraste con la de 1936, la ley de 1941 dejó “amplia iniciativa a los directores del Banco Central para aplicar una política monetaria activa”. Esta disposición no sólo permitía la expansión monetaria a través de las operaciones con los bancos, sino que relajaba las normas para que el banco pudiera emprender estrategias de regulación monetaria o la toma de valores, en especial aquéllos emitidos por el gobierno.[19]
Las normas sobre tres aspectos pertinentes de las operaciones de redescuento ilustran el argumento anterior: las tasas aplicables a los efectos redescontables, las reglas sobre el orden en que se podían realizarse esas operaciones y sus plazos máximos.
La ley de 1936 contenía una preceptiva muy rigurosa respecto a las tasas que el banco podía aplicar en el redescuento con sus instituciones asociadas. Los tipos de interés estaban vinculados a la clase de operación, a su plazo y a la garantía o aval que tuvieran los documentos descontables.
Así, por ejemplo, la tasa debería disminuir dependiendo de que un papel quirografario tuviera más firmas o que el crédito llevara garantía prendaria. Estas normas fueron refinadas aún más en 1937, en ocasión de la elaboración de las “Reglas de operación complementarias” a la mencionada ley orgánica. No fue sino hasta diciembre de 1938, con las reformas jurídicas de esa fecha, que la tendencia anterior se revirtió. Sin embargo, los tipos de interés que fueron aprobados en 1937 permanecieron vigentes hasta 1940. Durante ese año se fijaron las tasas de 4 y 5% para los créditos de hasta 180 días, según que la operación fuera, respectivamente, prendaria o quirografaria, y de 5 o 6% en el mismo sentido para documentos a más de tres meses.[20] Resultó ser hasta la ley orgánica de 1941 cuando la referida reglamentación sobre tasas y plazos para el redescuento fue removida, dejando las decisiones sobre esa materia a criterio exclusivo de la dirección del banco (art. 26). No obstante, en materia de plazos se fijó el límite máximo de un año para los préstamos y las aperturas de crédito que celebrara el banco. Esa reglamentación difería de aquella contemplada en la ley de 1936, en la cual los plazos máximos estaban graduados a 90, 180 y 270 días según que el papel redescontable fuera comercial, industrial o agrícola.[21]
Las “Reglas complementarias de operación” de la ley de 1936 establecieron también algunas normas respecto al orden en que los efectos redescontables deberían entrar al banco central. Estas reglas establecían la preferencia, en primer lugar, respecto del papel con menor plazo y, en segundo término, en relación con el origen económico de los documentos. Respecto a esto último, debería darse prelación al documento comercial y financiero “de procedencia mercantil sobre el de habilitación o avío, industrial o agrícola”.[22] La ley del Banco de México de 1941, en línea con la nueva “filosofía gerencial” subyacente en la legislación bancaria de esa fecha, derogó toda regulación respecto al orden del redescuento (art. 27).
[1] Entrevistas Eduardo Turrent Díaz (ETD)-Antonio Sacristán Colás, 14 de septiembre de 1981, y ETD-Raúl Martínez Ostos, 17 de septiembre de 1981.
[2] Entrevistas ETD-Antonio Sacristán Colás, 14 y 21 de septiembre de 1981.
[3] Entrevista ETD-Raúl Martínez Ostos, 7 de septiembre de 1981, y “Ley General de Instituciones de Crédito y Organizaciones Auxiliares”, 3 de mayo de 1941, cap. V, arts. 40-43, en Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Legislación bancaria, t. IV, México, s.e., 1957, pp. 57-62.
[4] Entrevista ETD-Antonio Sacristán Colás, 14 de septiembre de 1981.
[5] Ibid.
[6] “Exposición de motivos”, en “Ley General de Instituciones...”, op. cit., p. 12.
[7] Entrevista ETD-Raúl Martínez Ostos, 21 de septiembre de 1981.
[8] “Exposición de motivos”, en “Ley General de Instituciones...”, op. cit., pp. 13-14.
[9] Entrevista ETD-Francisco Navarro Ortiz, 17 de septiembre de 1981.
[10] Entrevista ETD-Antonio Sacristán Colás, 14 de septiembre de 1981.
[11] “Exposición de motivos”, en “Ley General de Instituciones...”, op. cit., p. 11.
[12] Ibid., p. 13.
[13] “Exposición de motivos”, párr. 34, “Ley Orgánica del Banco de México”, 28 de agosto de 1936, en Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Legislación sobre el Banco de México, México, s.e., 1958, p. 226.
[14] Entrevista ETD-Raúl Martínez Ostos, 17 de septiembre de 1981.
[15] “Ley que Reforma la Orgánica del Banco de México”, 28 de diciembre de 1938, pp. 311-329, y “Exposición de motivos”, párr. 29, “Ley Orgánica... de 1936”, p. 224, ambas en Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Legislación sobre el Banco..., op. cit.
[16] “Exposición de motivos”, “Ley Orgánica del Banco de México”, 26 de abril de 1941, en Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Legislación sobre el Banco..., op. cit., p. 334.
[17] Antonio Carrillo Flores, “Acontecimientos sobresalientes en la gestación y evolución del Banco de México”, en Ernesto Fernández Hurtado (ed.), Cincuenta años de banca central, México, FCE, 1976, p. 52.
[18] “Exposición de motivos”, “Ley Orgánica de 1941”, op. cit., p. 332.
[19] Raúl Martínez Ostos, “El Banco de México”, apéndice en Michael H. de Kock, Banca central, México, FCE, 2a. ed., 1970, p. 375.
[20] Ibid., pp. 406-407.
[21] “Ley Orgánica del Banco de México”, 28 de agosto de 1936, art. 38, fraccs. VIII, IX y X, en Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Legislación sobre el Banco..., op. cit., pp. 268-270.
[22] Martínez Ostos, op. cit., p. 407.