Tomo VI: Borrón y cuenta nueva
II. Episodios de banca central

 

6. Investigaciones industriales

 

La Oficina de Investigaciones Industriales fue creada en octubre de 1941 como órgano consultivo al servicio de la Dirección General del Banco de México S.A. Además se le asignó a ese órgano el encargo de efectuar estudios acerca de las posibilidades industriales del país, para lo cual principió a reunir información sobre recursos agropecuarios, mineros y pesqueros. Gradualmente se fue dotando a la Oficina de mayores medios de trabajo, a la vez que sus servicios de consulta eran también requeridos por diversas secretarías de estado e instituciones descentralizadas… [Transformada unos años después en Departamento], sus principales metas pueden resumirse así: 1. Estudiar las bases de la política primordial para la industrialización como parte de la política que rige el desarrollo económico y social del país. 2. Determinar las políticas secundarias del desarrollo industrial relacionadas con los siguientes aspectos: a) Sectores, ramas y productos industriales; b) Factores limitantes, que pueden ser económicos, técnicos o de dirección y administración; c) Regiones o entidades federativas y centros industriales. 3. Mantener al corriente el conocimiento objetivo sobre el desarrollo industrial mexicano.[1]

La fundación de Investigaciones Industriales tuvo con toda seguridad como impulso el interés del gobierno de México, muy propio de esa época, por promover la industrialización del país. La explicación desde el punto de vista político, o si se quiere humano, es diferente: esa creación institucional respondió a la preocupación de buscarle una ocupación segura y productiva al ingeniero Gonzalo Robles, quien fungiera como director general del instituto central por un breve periodo, de diciembre de 1934 a diciembre de 1935. Con la batuta de Robles, hacia la segunda mitad de la década de los cuarenta, Investigaciones Industriales ya había dado muestras de su potencial para producir estudios si no útiles, al menos interesantes, sobre su campo de especialidad. Otro dato de importancia fue la capacidad de convocatoria y de reclutamiento que mostró el ingeniero Robles a lo largo de su vida laboral. Bajo sus órdenes logró reunir a un grupo de profesionistas competentes y laboriosos que le profesaron siempre una gran lealtad. Dato también digno de notarse es que una vez instalado en el timón del Banco de México, Carlos Novoa mostró tener en buen aprecio los trabajos que se realizaban en la unidad que encabezaba el ingeniero Robles. Ello explica en parte el apoyo de que gozó el Departamento de Investigaciones Industriales de 1947 hasta al menos 1952.

Ya hacia finales de la gestión del director Eduardo Villaseñor, Gonzalo Robles presentó a la consideración del Consejo de Administración del Banco de México un informe muy completo sobre las labores que había realizado el Departamento de Investigaciones Industriales. La satisfacción con las actividades de esa dependencia quedó refrendada mediante un acuerdo de ese órgano colegiado para que prosiguieran “los estudios de investigaciones industriales en la forma propuesta y para hacer las erogaciones consiguientes”, además de aprobar una ampliación de la partida presupuestal destinada a ese fin. Como ya se ha indicado, la actitud de consideración hacia la unidad que dirigía el ingeniero Robles no parece haber disminuido a partir de la llegada de Carlos Novoa a la dirección general del Banco de México. Apenas dos semanas después de su designación, él mismo propuso, y el consejo aprobó, la ampliación de la partida presupuestal correspondiente a fin de apoyar un proyecto cuya finalidad era realizar “estudios tecnológicos de trigo”, además de la localización de nuevas “tierras apropiadas para la siembra de maíz y selección de buenas semillas”.[2]

Por todo lo anterior, es raro que el Consejo de Administración y la Dirección General no pensaran en su momento en involucrar al Departamento de Investigaciones Industriales en la única actividad manufacturera propia de un banco central: la fabricación de los billetes que emitía. Pocos se han puesto a pensar en la naturaleza de un banco central desde el punto de vista manufacturero: se trata de una imprenta especializada. La fabricación de billetes es una tarea muy complicada: requiere de tintas específicas, grabados de gran calidad, papel con unas características especiales y procesos de impresión particularmente cuidadosos. Pero en su esencia, se trata de un trabajo de artes gráficas. Esta realidad resulta particularmente evidente en la modernidad, desde el momento en que el Banco de México estableció su propia fábrica de billetes a finales de los años sesenta. Pero ese fue también el caso incluso a partir de que el Banco de México abrió sus puertas en 1925 y hasta que instaló su propia fábrica. La diferencia es que durante ese largo lapso de poco menos de 45 años, la institución mandaba fabricar sus billetes con una empresa extranjera.

No hay constancia en las actas del Consejo de Administración correspondientes al periodo de despegue sobre cómo se gestó la relación de proveeduría del Banco de México con la American Bank Note Company, situada en Nueva York. La pregunta es obligada: ¿por qué se contrató con esa empresa estadounidense y no con las británicas Thomas de la Rue o Waterlow & Sons? Tal vez pesó mucho el antecedente de que la American Bank Note hubiera fabricado los billetes del Banco Nacional de México mientras fue institución de emisión hasta principios del periodo revolucionario, como consta explícitamente en el anverso de esas piezas. La prolongada relación del Banco de México con la mencionada empresa neoyorquina puede dividirse en dos etapas, habiendo quedado marcada la frontera cuando a mediados de los años treinta se tomó la decisión de reducir el tamaño de los billetes de 180 mm de largo y 82 mm de ancho a, respectivamente, 152 y 67 mm. Como lo señaló acertadamente en su momento el coleccionista Antonio Deana Salmerón, esta modificación del formato se decidió más que por razones estéticas por consideraciones de economía, habiendo resultado a la larga muy considerables los ahorros conseguidos.[3]

No hay evidencias de que previamente a la posguerra se planteara en el Banco de México la conveniencia de revisar críticamente la relación de proveeduría que se había mantenido por décadas con la American Bank Note. Esta pauta se modificó hacia mediados de 1949 por efecto de un fenómeno muy favorable y promisorio que suele producirse en los mercados libres: la competencia entre oferentes. Muy posiblemente, los competidores de la American Bank Note detectaron una fisura por la cual infiltrarse en la relación de trabajo que existía entre el instituto central de México y esa fábrica de billetes, y también posiblemente por otros documentos e indicios. El importante suceso amerita la cita textual:

El señor Director [Carlos Novoa] expresó su deseo de que los señores Consejeros dieran su opinión acerca de las solicitudes que se han venido recibiendo de diversos agentes de empresas que imprimen billetes de banco… Que las casas que han hecho proposiciones son Thomas de la Rue and Co. Limited, Waterlow and Sons Limited, de Londres, Hamilton Bank Note Co., Security Bank Note Co., de Nueva York, y Organización Coen-Giori, de Buenos Aires…[4]

Las empresas citadas, competidoras de la American Bank Note, le ofrecían al Banco de México tres cosas: precios más reducidos que la firma estadounidense en la producción de los billetes y además mejoras en la producción de las piezas en cuanto a elementos de seguridad contra falsificaciones, calidad del papel, marcas de agua, etc. También ofrecían algo de gran importancia para la organización futura del Banco de México: la posibilidad de montar en el país una planta para fabricar los billetes. En el acta del consejo correspondiente se menciona que tan sólo algunas de las empresas proponentes ofrecían a México esa última posibilidad pero no se especifica cuáles en concreto. Los integrantes del consejo se sintieron poco atraídos frente a la posibilidad de que la planta de fabricación se instalara en el país, pero el incidente conforma un antecedente histórico muy importante y hasta ahora no conocido, sobre la fábrica de billetes del Banco de México, que finalmente se establecería dos décadas después. Las razones para declinar la posibilidad de establecer esa planta en México se confirmaron en el Consejo de Administración en esa misma junta: “…se han hecho todas las consideraciones en pro y en contra respecto a la conveniencia o inconveniencia de que los billetes se hagan en México, tomando en cuenta la dificultad de obreros, sistemas de control, etc., pues por lo que hace a máquinas y técnicas no presentaría gran problema…”.

Como se aprecia, con base en un cierto extranjerismo, vago y dubitativo, sobre las capacidades de la mano de obra local y respecto a la cuestionable calidad de los sistemas de control, se descartó la propuesta de que los billetes se fabricaran en una planta ubicada en territorio mexicano, aunque perteneciente a una empresa del extranjero. A pesar de la importancia del acontecimiento como antecedente histórico, la fábrica de billetes local sería finalmente establecida por el Banco de México con sus propios medios. No obstante, los puntos que sí despertaron interés fueron los relativos al precio de los billetes y a otros factores correlativos con los elementos de seguridad o el papel de impresión. Aunque el consejo no designó a una comisión específica para que estudiase este problema, se tomó el acuerdo para que se siguiera analizando con todo cuidado la conveniencia de que los billetes se fabricaran “parte en una empresa y parte en otras”, o que todos se manufacturaran con la firma que ofreciera los mejores precios, o “que se continuara encargando su fabricación a la American Bank Note Co., que lo viene haciendo desde la fundación del banco”.[5]

Una circunstancia muy importante, previa a la posibilidad de cambiar al proveedor que imprimía los billetes, tuvo que ver con la necesidad que enfrentaron las autoridades de tener que fabricar nuevamente en grandes cantidades billetes en la denominación de un peso. Como se explica en el capítulo “La devaluación del peso (1948-1949)”, la depreciación que sufrió la moneda mexicana en ese trance y que llevó al tipo de cambio de 4.85 a 8.60 pesos por dólar tuvo como una de sus consecuencias que el valor intrínseco de la moneda de plata de un peso rebasara a su valor facial. Ante tal emergencia, las autoridades reaccionaron desmonetizando la especie y recogiendo de la circulación todos los ejemplares posibles. A continuación, dadas las dificultades legales y físicas de crear y producir en corto tiempo una nueva moneda metálica de esa denominación, la única opción asequible que quedó fue recurrir a la emisión de billetes de un peso, especie que ya se había creado a raíz de la reforma monetaria de 1935. Al parecer mediante la intermediación del banquero mexicano Juan Ortiz Monasterio, para producir esas piezas el Banco de México entró en contacto con la casa inglesa Waterlow and Sons Limited. El desenlace de ese incidente fue que aunque ya se había suscrito el contrato correspondiente, las autoridades del Banco de México decidieron dar marcha atrás al proyecto. Según consta en las actas del consejo, el acuerdo se canceló “por considerarse inconveniente que aparecieran billetes de otro diseño y porque había existencias bastantes de la American Bank Note”.[6]

Exactamente dos meses y diez días de estudio le tomaron al Consejo de Administración desechar la posibilidad de sustituir parcial o totalmente al proveedor que fabricaba los billetes. Ya desde la sesión de ese órgano en que se plantearon las propuestas presentadas por los competidores de la American Bank Note, se habían insinuado los argumentos para continuar trabajando con esta última casa. De manera implícita se insinuaba que por haber sido el proveedor pionero, la empresa neoyorquina gozaba tácitamente de una suerte de patente o de una situación privilegiada de monopolio. En el funcionamiento de un sistema monetario la confianza del público en las piezas circulantes es una condición esencial. No podía la autoridad exponerse a que esa confianza se deteriorara en caso de decidirse sin previo aviso un cambio en el diseño de las piezas. El asunto fue explicado con todos sus pormenores en el Consejo de Administración, destacándose “la influencia psicológica adversa que pudiera tener en el público” la aparición de billetes con un diseño distinto. Para el presidente de ese órgano colegiado, ingeniero Evaristo Araiza, esta última consideración era la que había “prevalecido en ocasiones anteriores casi exclusivamente, para no aceptar proposiciones similares” a las de Thomas de la Rue y Waterlow and Sons.[7]

La argumentación completa para respaldar la decisión definitiva se presentó en la sesión de consejo del 30 de agosto de 1949. En opinión de Novoa:

…teniendo en cuenta la inconveniencia de cambiar el aspecto de los billetes y que copiarlos es un tanto más difícil que diseñarlos originalmente, por la falta de seguridad en los trazos y por los detalles que pueden perderse, etc., así como el hecho de que desde un principio los ha fabricado esta empresa [la American Bank Note], que se ha manejado con ética absoluta y que ha mantenido relaciones enteramente cordiales con el banco, procediendo a la vez con gran seriedad, se inclina a que se opte por seguir encargándole la fabricación de los billetes… tomando en cuenta que el nuevo pie de imprenta en los billetes pudiera ser motivo de alguna discriminación o desconfianza por parte del público.[8]

En su calidad de fabricante pionero de los billetes, la American Bank Note disfrutaba de una suerte de privilegio monopólico; aunque sus ventajas no eran de ninguna manera definitivas o ilimitadas. Para decirlo en otros términos: en dicho mercado, las barreras de entrada no podían ser absolutas para otros productores. En consecuencia, la American Bank Note carecía del poder para imponer arbitrariamente al Banco de México los precios que dispusiera sin esperar que hubiera por parte de su cliente una reacción de defensa. A pesar de que nunca se expresara el caso en los términos anteriores, claramente, teniendo conciencia de esos hechos, el consejero Eduardo Suárez (ex secretario de Hacienda en el lapso 1935-1946) se permitió recomendar en el consejo que se utilizaran las proposiciones de Thomas de la Rue y otros competidores, para negociar con la American Bank Note mejores precios para los billetes que le maquilaba al Banco de México.

La competencia impone disciplina en el mercado –“muerde” en términos coloquiales– sobre todo si la aprovechan en su favor los consumidores. No resultaba trivial la brecha que se abría entre el precio de fabricación que ofrecía la firma Thomas de la Rue, de 8 dólares al millar por la fabricación de los billetes de todas las denominaciones, y los que aplicaba la American Bank Note, de 9.06 dólares el millar por las piezas de un peso y de 10.22 dólares al millar para los billetes del resto de las denominaciones.[9] Y aun una circunstancia todavía más favorable se suscitó para México a raíz de que la libra esterlina sufrió una devaluación importante de 30%, y que como consecuencia de ese acontecimiento la casa Thomas de la Rue pudo reducir en mayor cuantía su cotización para imprimir los billetes mexicanos hasta el nivel de 6.50 dólares por millar para las piezas de todas las denominaciones.[10]

Dos fueron las palancas que le permitieron al Banco de México doblarle el brazo a la American Bank Note para que en un plazo menor a cinco meses, esa casa aceptara reducir el precio de producción de los billetes entre 25 y 30%, dependiendo de que se tratara de las denominaciones de un peso, 5 y 10 pesos o por arriba de 20 pesos: 50, 100 y 1 000 pesos. La primera de esas palancas se derivó de las pujas crecientemente atractivas que presentó en el periodo la empresa Thomas de la Rue hasta en tres ocasiones. La otra palanca provino de una decisión administrativa que se tomó, relativa a quitarle algunos elementos que elevaban el costo de producción de los billetes en las denominaciones de 5 y 10 pesos. Los elementos de marras eran los sellos de la Secretaría de Hacienda y las firmas que se agregaban a las piezas. Teniendo en consideración el deterioro del poder adquisitivo que habían sufrido esas especies, “en comparación con la época en que empezaron a fabricarse”, los elementos referidos podían suprimirse del diseño y así permitir que los billetes “vinieran totalmente terminados de la American Bank Note Co., como se hace con los billetes de un peso”. Así, la decisión que se comenta abrió la posibilidad de obtener para los billetes de 5 y 10 pesos el mismo precio que se ofrecía para la fabricación de los ejemplares de un peso.[11]

Al menos tres propuestas se recibieron en el Banco de México por parte de la casa Thomas de la Rue, ofreciendo reducir el precio de fabricación para los billetes. Respecto a la última de ellas, se argumentó en el Banco de México que si el nuevo descuento se ofrecía por la devaluación que había sufrido la libra esterlina de 30%, la cotización a presentar no debería ser de 6.50 dólares el millar sino la exactamente equivalente a esa modificación cambiaria, o sea de 5.54 dólares. Al parecer el argumento fue aceptado por la empresa inglesa y ese logro le dio al Banco de México aún mayor poder de negociación frente a la American Bank Note. Hasta antes de este último episodio, la casa neoyorquina ya había aceptado reducir el precio para los billetes de un peso y 5 y 10 pesos, de 9.06 a 8.15 dólares el millar (10.04%) y para el resto de las denominaciones de 10.77 a 7.26 dólares el millar (32.6%). En la última ronda de negociación, el precio aceptado por la American Bank Note de 6.16 dólares el millar para los tres billetes de menor denominación quedó como quiera 10% por arriba del que había ofrecido Thomas de la Rue y en el caso del resto de los billetes la cotización de la casa neoyorquina de 7.26 dólares el millar se ubicó en casi 30% (exactamente 29.64) por arriba de la última oferta de la firma de Londres.[12]

Ya finalizado, el affaire American Bank Note vs. Thomas de la Rue desembocó en tres conclusiones. Para la casa inglesa, el Banco de México no tuvo más que una postura de agradecimiento que vino acompañada de una promesa un tanto vaga de que en el futuro se le encomendarían algunos trabajos de impresión distintos a la fabricación de billetes. En alguna etapa de la negociación, el Consejo de Administración incluso llegó a considerar la posibilidad de ofrecerle a esa firma inglesa “alguna compensación por concepto de gastos o de comisión”.[13] Acto seguido, se aprobó concederle al banquero Juan Ortiz Monasterio, que había intervenido como enlace, una nada despreciable comisión de 50 mil pesos en consideración de las economías que se obtendrían en la producción de billetes como consecuencia de las negociaciones que había facilitado. ¿A cuánto ascendieron esas economías? Considerando que de cualquier manera se hubieran aprobado las modificaciones que finalmente se introdujeron en el diseño de los billetes de 10 y 20 pesos, el precio de la American Bank Note se redujo en total a la vuelta de cinco meses de negociaciones en aproximadamente 32%, al pasar de 9.06 a 6.16 dólares el millar. En lo que hace al resto de las piezas en las denominaciones de 20, 50, 100 y 1 000 pesos, la cotización disminuyó de 10.77 a 7.26 dólares el millar, o sea una reducción ligeramente mayor a 32% sobre el precio que ofrecía previamente la American Bank Note hacia mediados de 1949.

En diciembre de 1948, el Banco de México envió a la American Bank Note una orden de trabajo para la fabricación de poco más de 14 millones de billetes (exactamente 14.15 millones), total del cual 12 millones correspondieron a billetes en las denominaciones de 1, 5 y 10 pesos. Así, en lugar del costo final por esa fabricación, que hubiera ascendido a poco más de 111 mil dólares, a los precios definitivos a que se consiguió bajar la maquila por parte de la empresa neoyorquina el trabajo final resultó en poco más de 75 mil dólares, con un ahorro un poco superior al 32% del importe total. Más adelante, en otra orden para fabricación de billetes que se expidió en noviembre de 1949 y la cual se llevó a cabo a precios más reducidos que los vigentes a principios de ese año (de 8.15 dólares el millar para las piezas por debajo de 20 pesos y de 9.20 dólares para los billetes de esa denominación y más altos), el ahorro conseguido puede estimarse en 32 167 dólares sobre un costo total de ese trabajo de 273 mil dólares. Como se ha visto, cabe atribuir estas economías a que en el transcurso de tan sólo cinco meses el Banco de México consiguió reducir los precios de fabricación de la American Bank Note en aproximadamente 32%[14] (de 9.06 a 6.16 dólares para el millar de billetes de 1, 5 y 10 pesos, y de 10.77 a 7.26 dólares el millar para el resto de las denominaciones).

Finalmente, la clave para estimar los ahorros futuros se aportó en una sesión del Consejo de Administración celebrada en julio de 1950. En esa reunión se habló sobre la conveniencia de una nueva orden de fabricación de billetes motivada por el temor de que la guerra en Corea escalara a un conflicto de magnitud mundial y por lo tanto “en previsión de que la American Bank Note Co. no pudiera proporcionar oportunamente los billetes que se necesiten en un caso dado”; así:

…en vista de que la circulación demanda aproximadamente $100,000,000.00 al año de cada una de las denominaciones que se van a mencionar a continuación, con las existencias actuales y tomando en cuenta las cantidades pendientes de entrega de diversas denominaciones que importan $5,000,000,000.00, habrá piezas en almacén para lo que falta de este año y para otros tres años más con las emisiones para las cuales se pide la autorización del Consejo, que son las siguientes:

Denominación Número de piezas Valor
$1.00 200,000,000 200,000,000.00
$5.00 40,000,000 200,000,000.00
$10.00 20,000,000 200,000,000.00
$50.00 4,000,000 200,000,000.00
$100.00 2,000,000 200,000,000.00[15]

Tal vez llevaría a incurrir en una sobrestimación, pero sin grandes consecuencias para la precisión final del cálculo, el supuesto de que también la demanda anual para los billetes de 500 y 1 000 pesos ascendía a 100 millones de pesos. Con lo anterior se tenía un total anual de requerimiento de billetes de 800 millones de pesos, que se desglosaba en la forma siguiente: 100 millones de piezas de 1 peso, 20 millones de 5 pesos, 10 millones de 20 pesos, 2 millones de 50 pesos, 1 millón de billetes de 100 pesos y respectivamente 200 mil de 500 pesos y 100 mil de 1 000 pesos. A una cifra para el costo total anual de fabricación de todas esas piezas puede llegarse como sigue: al precio de 6.16 dólares el millar la impresión de 130 millones de piezas para las denominaciones de 1, 5 y 10 pesos ascendía a 800 800 dólares. Por su parte, la manufactura de 8.3 millones de piezas de las denominaciones por arriba de 20 pesos el costo total ascendía a 60 258 dólares al año al precio de 7.26 dólares el millar. Ahora bien, un ahorro anual de 275.5 miles de dólares era una cantidad significativa o no.

Hacia 1950, al tipo de cambio vigente de 8.60 pesos por dólar, el salario anual del jefe de Investigaciones Industriales sumaba 9 768 dólares y el del director general del banco era de poco menos de 21 mil dólares por año. Lo anterior quiere decir que sí significó un ahorro considerable la reducción del precio de los billetes. Otro punto de comparación es el siguiente: en el año de referencia un automóvil de la marca Ford tenía un precio en Estados Unidos de exactamente 1 336 dólares y un automóvil Lincoln, el modelo más elegante de esa empresa, de 2 575 dólares. De lo anterior se deriva que con los ahorros conseguidos en la impresión de los billetes, el Banco de México pudo haber comprado anualmente 206 automóviles Ford o 107 de la exclusiva marca Lincoln. Una aproximación adicional, tal vez mucho más ilustrativa, tenía que ver con la cuenta de gastos generales del banco en su “Estado de resultados”, la cual ascendió en el año de estudio a 9.75 millones de dólares. Frente a ese importante agregado, el ahorro anual conseguido mediante la negociación con la American Bank Note se ubicó en un poco menos del 3% sobre su saldo.[16]

El azar, las circunstancias o si se quiere la mala fortuna histórica, metieron de lleno al Banco de México –y por necesidad a su Departamento de Investigaciones Industriales– en el corazón de uno de los problemas más graves que enfrentó la administración alemanista a lo largo de todo su sexenio: la epizootia de la fiebre aftosa que amenazó seriamente a la ganadería mexicana. Según los veterinarios, cuando un toro o una vaca se enferma de fiebre aftosa empieza a segregar espuma por el hocico, se le reduce tremendamente el apetito, ya no sale a pastar y se aísla. Se trata, sin duda, de una preparación instintiva para la muerte. Para el gobierno de México el brote de esa enfermedad implicó enfrentar dos problemas muy delicados.

Por un lado, el propio de combatir hasta erradicar ese mal, que era además altamente contagioso para el ganado. El segundo, por el espinoso conflicto diplomático que se suscitó con el gobierno de Estados Unidos, el cual mostró desde los inicios del problema gran preocupación por el peligro de que el mal se extendiera a lo largo y ancho del territorio de México y llegara eventualmente a cruzar la frontera norte, contaminando a la ganadería allende el Bravo. Desde un principio las autoridades estadounidenses se inclinaron por la solución más drástica posible: el exterminio de todo el ganado enfermo y del que hubiera podido tener contacto con él.[17]

Con el apoyo del gobierno de Estados Unidos, en una primera etapa la campaña contra la fiebre aftosa le dio efectivamente prioridad al “rifle sanitario”. Sin embargo, más adelante en el sexenio se hizo también hincapié en la alternativa: en la vacunación y en la cuarentena del ganado. En razón del malestar social que despertó el recurso del rifle sanitario, de los rumores extravagantes que se difundieron e incluso de los incidentes de violencia en algunas zonas ganaderas de los estados de Guanajuato y Michoacán, el presidente Alemán se refirió ampliamente a ese tema en su primer informe de gobierno. En ese mensaje el mandatario señaló que hasta ese momento se habían sacrificado 170 mil cabezas de ganado mayor y 200 mil de ganado menor. En cuanto a los apoyos ofrecidos, el gobierno había entregado a los ejidatarios 16 mil bueyes con aperos y 200 tractores para remplazar a las yuntas. Además, en los estados norteños se había otorgado ayuda crediticia a los ganaderos para la construcción de plantas de refrigeración. Ya para cerrar el tema, Alemán explicó que la campaña debería ser intensa y rápida para tener probabilidades de éxito y que las severas medidas tomadas debían aplicarse con rigor.[18] En lo que hace al Banco de México, el caso de la fiebre aftosa tuvo repercusiones en las deliberaciones del Consejo de Administración en fechas tan tempranas como enero de 1947.

El mismo señor Director [Novoa], informó que con motivo de la aparición en México de la fiebre aftosa, se ha hecho indispensable abordar con decisión el problema de la carne, el cual puede aliviarse mediante el establecimiento de empacadoras y plantas de refrigeración en aquellos lugares ubicados dentro de las zonas productoras para abastecer el consumo con carne bien saneada; que se recordará que el banco celebró un contrato con la casa Ford, Bacon and Davis para que especialistas Americanos vinieran a México y rindieran un informe completo respecto al establecimiento de dichas plantas; que a tal efecto habló con el Presidente de la República, de quien recibió instrucciones para crear empacadoras, cooperando en el asunto la Nacional Financiera, S.A.[19]

En una primera fase, la cual transcurrió principalmente durante el sexenio del presidente Ávila Camacho, las actividades del Departamento de Investigaciones Industriales estuvieron dominadas por la preocupación de evaluar los recursos naturales básicos del país para el desarrollo industrial. La segunda de esas etapas, que se extendió hasta principios de la década de los cincuenta, se distinguió por el interés “de estudiar la estructura y el funcionamiento de cada rama industrial importante”. Por su parte, la tercera etapa, ya posterior al periodo de la presente investigación, se caracterizó “por la tendencia a investigar los grandes problemas del desarrollo industrial”, principalmente las relaciones industriales, los procesos de integración, las causas que influyen sobre la productividad y los retos para el crecimiento de las regiones menos industrializadas. Según noticas, fue durante las dos primeras fases mencionadas cuando de preferencia el Departamento de Investigaciones Industriales recurrió a la contratación de empresas extranjeras de asesoría a fin de impulsar sus indagaciones y estudios. Durante la primera etapa enunciada, se firmó un contrato con la firma Higgins Industrias de Nueva Orleáns, “con objeto de estudiar las necesidades de transportes, especialmente marítimos y fluviales”, pero ya en el transcurso de la Presidencia de Miguel Alemán las relaciones de ese tipo se mantuvieron principalmente con la empresa Ford, Bacon and Davis y aun en mayor medida con la organización Armour Research Foundation, afiliada al Illinois Institute of Technology.[20]

Quizá la relación de asesoría más importante entre el Departamento de Investigaciones Industriales y una empresa de investigación del extranjero haya sido precisamente la que se estableció con la Armour Research Foundation, la cual se había iniciado a finales de 1944. En octubre de 1946 se explicó en el Consejo de Administración que en un principio se había encomendado a esa consultoría un estudio sobre “los procedimientos de curtiduría aplicables a las pieles que se producen en México”, y de ahí se había pasado a solicitarle un estudio de tipo general para obtener “una mayor industrialización de los productos mexicanos, tales como cueros y pieles, carbón, coque y otros combustibles sólidos y subproductos, fibras duras e industrias conexas”. A continuación, en una siguiente etapa, se optó porque esos estudios se concentraran en “los combustibles sólidos, las fibras duras, los productos forestales y los cueros y pieles”. Así, de dichos empeños derivaron dos proyectos en particular: una investigación para estudiar el caso de un curtiente, el cascalote,[*] y otro complementario relativo a “los grandes desperdicios de celulosa”. Finalmente, se puso a consideración del consejo, y éste aprobó, que la Armour Research siguiera investigando sobre el tema del henequén y los medios que pudieran encontrarse para su mejor explotación y para continuar los estudios “sobre aceites mexicanos”. En un recuento se destacaron en lo específico las investigaciones de esa fundación para producir concentrados del cascalote, “las que han dado buenos resultados por lo que se va a patentar el nuevo procedimiento”. “Para terminar, el señor Director General [Villaseñor] sugirió que desde ahora se den por concluidos los trabajos encomendados a la Armour Research Foundation, salvo los que se realizan en Yucatán sobre el henequén y subproductos y en el Instituto de Química sobre aceites fijos…”.[21]

Ya durante la gestión de Carlos Novoa, la decisión del Consejo de Administración, que resultó avalada por el propio director general, fue en el sentido de que la Armour Research concentrara sus esfuerzos de investigación en tres proyectos que al parecer revestían gran interés para las autoridades del Banco de México y previsiblemente también para el gobierno federal. El primero de ellos, relativo al cultivo de henequén y subproductos, actividades indispensables para la economía de la península de Yucatán. El segundo de esos proyectos se refería a las investigaciones sobre aceites fijos que se habían emprendido en los laboratorios del Instituto de Química. Y en adición a esos dos compromisos, el director Novoa se permitió proponer que la Armour emprendiera también otros estudios relativos a los productos del maíz, entre los cuales se destacaba la tortilla, “alimento popular por excelencia, que pudiera aumentar su aprovechamiento y valor nutritivo mediante procedimientos que facilitaran su conservación, a la vez que incorporándole elementos o ingredientes vitamínicos”.[22] Así, a lo largo del sexenio alemanista todos los años el consejo aprobó la partida presupuestal correspondiente para que la Armour continuara con las investigaciones mencionadas, habiendo ascendido dicho concepto a 100 mil dólares anuales en 1947 y para el lapso de mayo de 1953 a mayo de 1954 a 26 700 dólares.[23]

A poco más de un año de la propuesta explicada, exactamente en julio de 1948, el director Novoa informó en el consejo sobre los avances que habían conseguido las investigaciones relativas al mejoramiento de la tortilla:

[En seguida, el señor Director señaló] que ya podía tener la satisfacción de informar que se había llegado a elaborar una harina para hacer tortillas que puede conservarse hasta seis meses y mediante una hidratación equivalente al 50 por ciento de la harina que se utilice se obtiene inmediatamente la masa para la elaboración de la tortilla, aunque todavía no se había llegado a encontrar la forma de introducirle ingredientes vitamínicos sin que se altere su sabor peculiar; que las pruebas se habían sometido a la opinión de cien familias, habiéndose igualado en pro y en contra, por lo que puede considerarse que se ha tenido éxito en el estudio.[24]

Los agentes proactivos suelen capitalizar cualquier posibilidad que se les presente contando con potencial y perspectivas. Todos los indicios permiten suponer que el director Novoa logró poner en conocimiento del titular del Ejecutivo los avances conseguidos por la Armour Research en cuanto al proyecto de la harina para fabricar tortillas y que la moción surtió efecto. En diciembre de 1948 Novoa informó en el Consejo de Administración “que habiendo sido abundante la cosecha de maíz, el señor Presidente de la República había considerado que sería muy conveniente que se estableciera una planta para el aprovechamiento de los excedentes”, los cuales podrían haberse transformado en harina. Según el director, el licenciado Alemán le había expresado que aunque ya no se disponía de “tiempo suficiente para aprovechar esa circunstancia, de todos modos era indispensable acelerar el estudio exhaustivo de esta nueva industria”. Así, la propuesta que aprobó el consejo consistió en que la Armour instalara sus laboratorios en una nueva ubicación –toda vez que el local con que contaba era ya “insuficiente e inapropiado”– y en ella una planta piloto en unos terrenos que poseía el banco por los rumbos de Lomas de Sotelo.[25] En suma, tanto la fortuna de una buena cosecha de maíz como los avances de la Armour en sus proyectos, además de los buenos oficios del director Novoa, contribuyeron a que fructificara la propuesta enunciada.

Todo parece indicar que efectivamente la planta piloto se echó a andar operada por la Armour Research. El asunto no se volvió a tratar en el seno del consejo sino hasta octubre de 1949 para informar a los integrantes de ese órgano de una noticia favorable. El director Novoa señaló al respecto que tenía el agrado de hacer del conocimiento de los consejeros que una empresa originaria de San Antonio Texas, la Hood Warehouse Co., había entrado en contacto con el Banco de México a fin de obtener licencia para manufacturar en Estados Unidos la harina de tortilla que había desarrollado la Armour Research con el patrocinio del banco central. Agregó que de seguro a la conformación de dicha propuesta había ayudado la confianza que la empresa solicitante tenía en la Armour Research y que la gestión demostraba la importancia que podía tener en el futuro el proceso industrial desarrollado. A continuación el director Novoa añadió que toda vez que en ese proyecto al Banco de México únicamente le correspondía la parte de la investigación, sería conveniente transferir a la Nacional Financiera los estudios ya preparados a fin de que esa entidad se encargara de promover el establecimiento de los molinos o de las plantas necesarias para la explotación del procedimiento en la forma en que lo había sugerido la Armour Research.[26]

Según la información disponible, durante los años siguientes se acercaron al Banco de México otros peticionarios con el fin de obtener permiso para utilizar el proceso de la harina desarrollado por la mencionada empresa de consultoría. El asunto fue discutido por el consejo en junio de 1953 y en la sesión correspondiente se comentó “que algunas empresas se habían interesado en obtener licencia para el uso del proceso para manufacturar esta harina, cuya patente tiene el banco aunque un tanto precaria”. En particular se informó que la empresa Harina de Maíz, S.A., ya estaba produciendo un producto similar al desarrollado por la Armour Research. Además, dijo el director que Maíz Industrializado Nacional, fábrica propiedad del gobierno, disponía ya de capacidad para producir harina con la nueva fórmula a razón de 300 toneladas al día, y aunque el proyecto todavía se encontraba en su periodo de prueba, se habían recibido “solicitudes para establecer fábricas en otros lugares del país pero con concesión territorial”, a lo cual no se había creído conveniente acceder. Expresado lo anterior y considerando que en el caso del maíz se trataba “de un artículo de primera necesidad”, se solicitaba autorización a fin de que el banco no cobrara derechos por los permisos que se otorgaran para el uso de la patente y además para “negar permisos con concesión territorial a fin de dar lugar a la libre concurrencia en el mercado”.[27]

El otro gran proyecto que se le encargó a la Armour Research durante la gestión de Novoa tuvo que ver con el estudio de las fibras duras y en particular con la cera que se podía obtener a partir del “bagazo de las hojas de henequén o sisal”. Al parecer, en algún momento se empezaron a formar expectativas optimistas sobre estas investigaciones y también muy probablemente la Armour se encargó de difundir esas perspectivas. De ahí la propuesta que recibió el Banco de México y que analizó el consejo en diciembre de 1948, proveniente del señor W.V.B. Findley, secretario de la Plantation Dauphine de Nueva York. La petición era para que su filial en Haití celebrara un convenio con el Banco de México a fin de poder usufructuar los resultados de las investigaciones que realizara la Armour durante los cinco años siguientes “respecto a la extracción, elaboración y venta de la cera” de henequén. La idea era que la Plantation Dauphine de Haití pagara al Banco de México una regalía proporcional, en caso de que dicha firma decidiera producir cera del henequén y venderla en el mercado de exportación o en el propio Haití.

Después de que el señor Director expuso que sería la primera vez que México exporta estudios técnicos de esta naturaleza y de una amplia deliberación sobre el particular en la que tomaron parte todos los señores consejeros, teniendo en consideración las implicaciones que pueda tener para el mercado y explotación de otros recursos nacionales similares, así como que en el caso deberían estar interesados muy particularmente Henequeneros de Yucatán y los gobiernos de Yucatán y Federal, se llegó al acuerdo de que se haga un estudio más a fondo del asunto e incluso que se trate con las autoridades superiores aprovechando esta proposición para lograr que se establezcan mejorías en la explotación del henequén mexicano que ha perdido terreno en el mercado internacional y de que se conteste en forma dilatoria al señor Findley a fin de que quede abierta la posibilidad de llevar adelante el plan propuesto por él .[28]

Por desgracia, el proyecto de la Plantación Dauphine no pudo fructificar en la forma imaginada. Por un lado, por conducto del señor Godwin, director de la División Internacional de la Armour Research, el Banco de México logró enterarse de que la filial en Haití de la empresa Dauphine no se encontraba “interesada tanto en el aspecto de las patentes” sino en cuanto al conocimiento sobre los procedimientos productivos relativos a los subproductos del henequén. Por otro lado, el director Novoa informó no sin pesar al consejo que la Secretaría de la Economía Nacional había negado la patente para el procedimiento que había formulado la Armour respecto a la producción de la cera de henequén. Así, sin estar en conocimiento de este último desenlace desfavorable, el señor Godwin de la Armour se convirtió en el agente impulsor de una propuesta alternativa para que con capital mixto americano y mexicano se instalara en México, y de preferencia en Yucatán, una planta piloto para producir la cera mencionada a partir del bagazo del henequén.

En lo personal, la reacción del director Novoa fue para entrar en contacto con el licenciado Antonio Martínez Báez, titular de la secretaría mencionada, a fin de hacerle ver “la importancia que para México tendría llevar a cabo este proyecto”. Institucionalmente, la decisión que tomó el Consejo de Administración frente al proyecto fue que se pusiera en manos de “otras entidades más apropiadas, para que se ocuparan de la proposición hecha por el señor Godwin”. Acto seguido, a solicitud expresa del director Novoa el consejo le extendió autorización para que buscara un acuerdo con el señor presidente de la República, Miguel Alemán, a fin de que, si encontraba atendible el asunto, tuviera a “bien interponer su influencia con el Gobierno de Yucatán, Estado en el que necesariamente tendría que instalarse la planta piloto” que se estaba proponiendo, y se iniciara así la fabricación de cera a partir del henequén.[29]

Las intensas actividades que realizó la Armour Research por cuenta del Banco de México encontraron lógicamente expresión en el programa de publicaciones que puso en marcha la Oficina de Investigaciones Industriales. Con todo, no todos los proyectos que desarrolló esa empresa de consultoría quedaron plasmados en una publicación editada. Sorpresivamente, ése fue el caso de las dos investigaciones a cargo de la Armour, a las cuales se les dio seguimiento en el Consejo de Administración durante la gestión del director Novoa e incluso tiempo después. En contraste, cuatro estudios realizados por la Armour resultaron publicados en la prestigiada revista Problemas Agrícolas e Industriales de México y fueron reproducidas en sobretiro por el Banco de México. En la advertencia preliminar incluida en esos textos que vieron la luz pública con los títulos respectivos de Combustibles sólidos, Curtiduría, Productos forestales y La tecnología aplicada en México, se especificó que su publicación en el idioma español había sido posible “por disposición del Sr. Lic. Carlos Novoa, Director General del Banco de México”.[30]

Como ya se ha dicho, la segunda más importante relación de consultoría fue establecida con la empresa de ingeniería Ford, Bacon and Davis, con sede en Nueva York. Apenas en febrero de 1947, con motivo de una comisión que había sido enviada al encuentro del director Novoa por el gobernador de Sonora, el ex presidente Abelardo L. Rodríguez, con el fin de llevar a cabo en esa entidad la construcción de una planta frigorífica y empacadora de carnes, se informó en el consejo que la firma mencionada se estaba ya encargando de realizar un estudio sobre dos temas de relevancia: apertura de norias y la construcción de plantas empacadoras y de refrigeración a fin de instalarlas en diversos lugares del país. Para concluir su exposición, el director Novoa apuntó que ya se tenía proyectada la construcción de plantas semejantes en Chihuahua, Torreón, Piedras Negras y Muzquiz. La urgencia de construir esas unidades productivas provenía de que la frontera con los Estados Unidos había quedado cerrada, muy posiblemente a causa del brote de la fiebre aftosa en México. Un antecedente importante para esas encomiendas a la empresa de ingeniería de Nueva York había sido un estudio que se publicó con el título “Refrigeración y productos alimenticios para la Ciudad de México”. Ese texto pasó a formar la primera parte de un documento más amplio suscrito por la Ford, Bacon and Davis, “Conservación de productos alimenticios en México”, que también mereció publicación en la prestigiada revista Problemas Agrícolas e Industriales de México.[31]

El director Novoa volvió a referirse en el consejo a la empresa Ford, Bacon and Davis con motivo de una solicitud que el secretario de Comunicaciones y Obras Públicas, Agustín García López, había presentado al Banco de México para conseguir la colaboración de algunos técnicos, posiblemente de la Oficina de Investigaciones Industriales y de la mencionada empresa de ingeniería, a fin de que participasen en el estudio del ferrocarril Mazatlán-Durango, proyecto en el cual el gobierno de la República tenía el más alto interés. Una colaboración adicional de tipo financiero se solicitaba al instituto central, ya que la secretaría referida no había contado con fondos suficientes para financiar el desarrollo del proyecto. A continuación se informó al respecto que una vez consultada sobre el caso, la Secretaría de Hacienda había aprobado que se suscribiera un contrato con la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas en el cual esta última se comprometiera a liquidar el adeudo (que sumaría exactamente 2 850 000) con cargo a su presupuesto de los años 1950, 1951 y 1952. La moción resultó aprobada por unanimidad.[32]

Un último asunto vinculado con la firma Ford, Bacon and Davis fue llevado por el director Novoa a la consideración del consejo para que fuera analizado y resuelto por ese órgano directivo. Se trató de una propuesta que había emanado del Departamento del Distrito Federal, encabezado por Fernando Casas Alemán, político con mucho arraigo en los afectos del primer mandatario y el cual contaba con el apoyo de la Presidencia de la República: la realización de un estudio sobre la explotación del carbón mineral y las posibilidades de ser utilizado como sustituto del carbón vegetal. Explicó al respecto Novoa que la Nacional Financiera ya había iniciado una investigación sobre dicho tema, la cual se quería completar mediante la colaboración de la Ford, Bacon and Davis. En relación a financiamiento, la solicitud fue que el costo se repartiera por mitad con el Banco de México. No se tiene noticia de que este estudio se haya incorporado en alguna de las publicaciones que patrocinó el Departamento de Investigaciones Industriales. Sin embargo, durante el periodo de estudio al menos otras tres publicaciones importantes de la autoría de aquella firma de ingeniería, que tenía su sede en Nueva York, se incorporaron en las listas del programa editorial: La industria química pesada en México (1948), Informe sobre las pesquerías de México (1950) y Estudio sobre la industria azucarera, tomos I y II (1953 y 1954). Por cierto que el segundo volumen de este último texto también fue publicado por la revista Problemas Agrícolas e Industriales de México.[33]

Dos hechos resultan curiosos, o quizás podrían ofrecer motivos para la suspicacia, en el informe sobre sus publicaciones que editó en 1963 el Departamento de Investigaciones Industriales. El primero, que en dicha fuente no se reconoce la autoría de las empresas asesoras a cuyo cargo estuvo la redacción de al menos nueve de las publicaciones que se realizaron durante los años 1948 a 1954, al amparo de ese sello editorial. Este tratamiento se aplicó indistintamente, ya fuese que los textos en esa circunstancia hayan o no visto la luz pública en las páginas de la revista Problemas Agrícolas e Industriales de México. En este último caso quedaron ubicadas las cuatro publicaciones ya mencionadas de la autoría de Ford, Bacon and Davis y la única que se efectuó en 1949 a cargo de la firma Higgins Industrias Inc. El otro caso, aún más extraño, es el de los cuatro trabajos que realizó la Armour Research –todos ellos publicados en Problemas Agrícolas e Industriales de México– y de los cuales solo uno (sin la revelación del autor) se incluyó en el informe aludido.

Un dato adicional, sobresaliente y también admirable, es que en forma mancomunada o individual, los agrónomos transterrados Luis Torón y Adrian Esteve produjeran nueve de las 25 publicaciones que editó de 1943 hasta el año de 1949 el Departamento de Investigaciones Industriales. La diligencia laboral y la fecundidad literaria de esos colaboradores del ingeniero Robles se constata con otro enfoque complementario: a la autoría de esos dos técnicos es posible atribuir un poco más del 15% del total de las publicaciones expedidas por Investigaciones Industriales entre 1943 y 1952, en que concluyó el sexenio alemanista. Otro ángulo del asunto: de las publicaciones que se sacaron de 1943 hasta 1954, tan sólo 12 del total de 92 estuvieron dedicadas al tema general de “recursos naturales”, la gran mayoría de la autoría de los especialistas mencionados. Únicamente dos de las obras que se publicaron en esa categoría fueron escritas por otro geólogo o ingeniero minero de nacionalidad mexicana: Jenaro González Reina, también adscrito a Investigaciones Industriales y autor de Minería y riqueza minera de México (1944) y Riqueza minera y yacimientos minerales de México (1947).

El cuadro de las publicaciones de Investigaciones Industriales revela una evolución clara de dicho programa tanto en términos cuantitativos como cualitativos.[34] El primero de esos aspectos resulta particularmente revelador. De 1943 a 1945 el promedio anual fue de tan sólo poco más de dos publicaciones por año. El ritmo de producción se elevó durante el sexenio alemanista y la cifra se ubicó en poco menos de nueve publicaciones en 1948 y 12 y nueve, respectivamente, en 1951 y 1952. Durante el bienio 1953 y 1954 la producción editorial de Investigaciones Industriales literalmente brincó al pasar a 17 publicaciones en el primero de esos años y a 23 en el segundo. Podría por supuesto argumentarse que ese crecimiento en la cantidad estuvo marcada por una pauta sexenal. La razón más plausible, que se explora a continuación, es que la modificación en el enfoque temático de las investigaciones que se llevaron a cabo explica en muy buena medida el incremento en el número de publicaciones.

Durante la etapa del director Villaseñor, ya se ha señalado, los trabajos de la unidad se enfocaron de preferencia a hacer una auditoría de los recursos naturales del país, principalmente en el sector minero. No resulta aventurado suponer que esos estudios requerían de una importante dosis de investigación de campo, lo cual tomaba tiempos prolongados de actividad. En términos temáticos, ya durante la administración de Carlos Novoa, el interés se trasladó de preferencia a los estudios por sector y a las investigaciones con una cobertura nacional tanto en el orden económico como industrial. Los textos de esa naturaleza, que de 1948 a 1954 ascendieron en número a 15 –o sea, casi 17% sobre el total–, solían tener un título con el prefijo “La industria de…”. A continuación la cabeza correspondiente se completaba con una larga sucesión de sectores: azúcar, siderurgia, del cartón, de la carne, de la generación de energía eléctrica, de tejidos de artisela, enlatadora de alimentos y muchos otros semejantes. A diferencia y en contraste, a partir de 1951 el énfasis se orientó a la producción de investigaciones sobre ramos manufactureros específicos. Los títulos de las publicaciones en esta categoría solían iniciar con “Fabricación de…”. A continuación, el recuento de los ramos estudiados en esa forma –en un número exactamente de 40 (43% sobre el total)– correspondió en forma ilustrativa a los siguientes:

  • -Chapas y triplay
  • -Extensibles para reloj de pulso
  • -Muelles para automóviles y camiones
  • -Láminas de madera prensada
  • -Estufas domésticas
  • -Tubería soldada de gran diámetro
  • -Bujías
  • -Leches estabilizadas
  • -Azulejos
  • -Acero eléctrico

Y un largo etcétera de 30 publicaciones adicionales a las mencionadas.

Nunca durante el periodo del director Novoa llegó a mencionarse en el seno del consejo el tema de las publicaciones a cargo del Departamento de Investigaciones Industriales; sin embargo, el caso de las becas fue diferente. En el año de 1953, el presidente del consejo, ingeniero Evaristo Araiza, recordó que desde hacía varios años ese órgano había venido aprobando el otorgamiento de muchas becas y sugirió que en una reunión próxima se rindiera un informe en el que se indicaran los resultados que se habían obtenido, la experiencia recogida y las actividades que se encontraban desarrollando los becarios que ya habían terminado sus estudios y regresado al país.[35] El informe se presentó efectivamente en la sesión del 8 de abril de 1953, aunque el resumen del documento que se recogió en el acta correspondiente es escueto y un tanto incompleto. Con todo, se señala en dicha fuente que hasta ese momento el número de becarios había llegado a 177 y que los técnicos preparados al amparo de las becas se encontraban:

…prestando servicios en puestos de importancia en departamentos de bancos, en el Instituto Mexicano de Investigaciones Tecnológicas, en varias Secretarías de Estado, en la Nacional Financiera, S.A., en la Comisión Federal de Electricidad, la Comisión Nacional de Caminos, Producción y Tecnología de la caña de azúcar, Universidad Nacional, Instituto Tecnológico de Monterrey y otras instituciones de educación superior, así como en empresas industriales, particulares o mixtas… El Consejo manifestó su satisfacción por los resultados obtenidos con la concesión de las becas de referencia y de que el banco haya acometido esta empresa de trascendencia para el país.[36]

La administración del programa de becas que en su momento creó el economista Víctor Urquidi y que tanto apoyo recibió del director Villaseñor fue encomendada, mediada la transición sexenal, al Departamento de Investigaciones Industriales. Es posible conocer sobre los pormenores de ese programa gracias a un extenso informe que se publicó en el año 1961. La amplitud del documento (334 páginas) no sólo se explica porque en él se recogieron todos los aspectos del mencionado programa sino en razón de que incorporó una lista completa de los profesionistas que hasta esa fecha habían recibido una beca por parte del Banco de México a través del Departamento de Investigaciones Industriales, con los datos curriculares de cada uno de ellos. Para los fines del presente texto cabe tan sólo citar de esa publicación dos cuestiones dignas de recuerdo. La primera, que hacia principios de la década de los cincuenta el Banco de México contaba con apenas dos programas de becas. El principal de ellos, iniciado en 1944, ofrecía becas para estudiar en el extranjero a profesionistas graduados de nivel universitario que no fueran empleados del Banco de México. El segundo, obviamente de menor importancia que el anterior y que empezó a operar en 1950, dentro del cual se ofrecían “becas en México a pasantes de carreras profesionales de interés para el desarrollo industrial”. Hasta 1952 se habían concedido al amparo de este último programa un total de 50 becas.[37]

Desde 1946, el Consejo de Administración había conocido periódicamente y dado solución a cuestiones de tipo diverso vinculadas con la materia de las becas. A principios de la gestión de Carlos Novoa se informó en ese órgano que las actividades de tres becarios a los que se había brindado apoyo para realizar investigaciones de tipo tecnológico sobre el trigo habían dado como resultado la localización de nuevas tierras de cultivo. Así, la petición que se hacía al Banco de México y que el consejo aprobó por unanimidad, fue en el sentido de que se incrementara la partida presupuestal correspondiente en un monto suficiente para que se pudieran desarrollar las nuevas tierras que se habían localizado. El consejo volvió a involucrase en el tema de las becas a raíz de una solicitud que se había recibido del secretario general de la Confederación Nacional Campesina pidiendo que se ampliaran los apoyos que se habían concedido a cinco estudiantes, con el fin de que se inscribieran en los cursos especializados en lechería que se impartían en un centro especializado, la Escuela Saint-Hyacinthe, ubicada en la provincia de Quebec, Canadá. Para apoyar esa solicitud, que los consejeros aprobaron finalmente, se argumentó “que los cinco agraciados (sic) fueron estudiantes muy aplicados en sus estudios teóricos y en sus tareas prácticas, habiendo dejado en la escuela mencionada muy buena impresión en muchos aspectos y que confían en que serán capaces de prestar buenos servicios a la industria agrícola y lechera de nuestro país”.[38]

Otra cuestión de carácter mucho más general sobre la materia de las becas fue presentada y analizada por el Consejo de Administración en julio de 1948. El motivo fue una misiva que había enviado el secretario de Educación Pública a fin de que el banco determinara “por medio de estudios, qué clase de técnicos necesita la industria mexicana, cuáles son los conocimientos prácticos que para ello deben tener; la preparación del material básico que sirva para unos cursos sobre industrias y problemas industriales mexicanos”, y el cual sea susceptible de incluirse en los programas de estudio correspondientes, además de ofrecer detalle respecto a las prácticas profesionales a seguir por los especialistas que egresaran de los programas sobre temas industriales. La carta había sido sometida por el consejo al estudio del Departamento de Investigaciones Industriales, a lo cual éste finalmente respondió que:

…como proyección de las actividades relacionadas con los planes de becas del banco, se había llegado ya a aquilatar la [urgencia] de estudiar las necesidades que el país tiene de elementos técnicos por una parte y por la otra la medida en que los Institutos, Escuelas y Facultades son capaces de hacer frente a esa responsabilidad, qué deficiencias sufren por lo que hace a planes de estudio, equipo, personal y recursos para llenar dichas necesidades; que al efecto se pensó en que era necesario ampliar la Sección de Becas para constituir un departamento de educación técnica y de cooperación que explore y estudie estos problemas a fin de proponer soluciones a las que el banco coadyuve… Que se considera que una estación experimental podría usarse para llenar vacíos urgentes y corregir deficiencias con resultados casi inmediatos, en tanto que se estudian y ahondan los problemas sobre la educación técnica, ya que se manejaría con base en los estudios que fuera haciendo la Oficina de Investigaciones Industriales.[39]

Varios años después del periodo de Novoa, concretamente en 1957, se estableció un programa adicional de becas para el personal del Banco de México. Según noticias, esas becas se ofrecieron para realizar estudios profesionales tanto en el país como en el extranjero.[40] Lo relevante para los fines de la memoria histórica, es el antecedente de dichos programas que se concretó en el Consejo de Administración en abril de 1950. El acontecimiento amerita la cita textual completa:

Siguió diciendo el señor Director [Novoa], que es conveniente y justo hacer extensivo a los empleados del banco los beneficios de las becas que se han venido concediendo para la formación de técnicos costeando sus estudios fuera del país y al efecto proponía la creación y sostenimiento de cursos de capacitación y mejoramiento profesional de los empleados en el servicio a fin de que los que se distinguieran y se interesaran en alguna beca se les concediera en el orden de sus merecimientos… Por unanimidad se aprobó la proposición del señor Director y el aumento de la partida [correspondiente dentro] del presupuesto global de gastos.[41]

El Banco de México tuvo también una participación activa en el establecimiento de algunas instituciones cuya fundación respondió al interés de impulsar el desarrollo industrial o de algún otro sector económico. Para la implantación de algunos de estos proyectos se solicitó la cooperación del Departamento de Investigaciones Industriales. Así ocurrió cuando en enero de 1949 el Consejo de Administración conoció del proyecto para crear el Instituto Nacional de Recursos Minerales. Según sus promotores, el objetivo de ese organismo sería “la localización y cuantificación de todos los recursos minerales que existen en el subsuelo del país así como combustibles sólidos y gaseosos”. Como se aprecia, una intención muy semejante a la que había motivado el trabajo de los geólogos Torón y Esteve en sus muy intensas investigaciones a lo largo de la década. La entidad que se deseaba fundar estaría dirigida por un órgano colegiado de ocho integrantes; la presidencia quedaría reservada para el delegado que nombrase el Primer Mandatario y el cargo de vocal ejecutivo correspondería al representante de la Universidad. En el proyecto se reservaba una de las ocho consejerías para el Banco de México, pero el ofrecimiento venía acompañado de una solicitud complementaria para que el instituto central contribuyera con el 16% del presupuesto inicial del organismo. Vista en perspectiva, la reacción del consejo parece excesivamente optimista y generosa.

Estudiado que fue este asunto detenidamente y con gran interés y previa una amplia deliberación en la que tomaron parte los consejeros, ingenieros Araiza y Salinas, licenciado Suárez y el señor Director [Novoa], se llegó al acuerdo unánime de que se entregue, llegado el caso, no sólo la cooperación que solicitan sino la que sea necesaria, pero subordinándola a la condición de que el plan que se desarrolle tenga la amplitud necesaria, toda vez que se considera insuficiente el presupuesto que presentan [600 mil pesos anuales] e hicieron la recomendación al señor Director que se trate ampliamente el caso con las Secretarías de Hacienda y de la Economía Nacional dando a conocer a los titulares de las mismas los puntos de vista del Consejo así como su decidida buena voluntad para cooperar a tal fin en vista del interés que reviste.[42]

El Banco de México también recibió la invitación y accedió a convertirse en uno de los patrocinadores de la fundación y funcionamiento de los Laboratorios Nacionales de Fomento Industrial, “institución no lucrativa, que se creó con carácter autónomo como una cosa mixta entre el gobierno y la iniciativa privada, con capacidad jurídica para la realización de su objetivo de investigaciones científicas y técnicas con fines industriales”. La mitad de la aportación sería realizada por los industriales, comerciantes y banqueros, y del resto a cargo de entidades del sector público, correspondería al Banco de México el 31% (o poco más del 13% sobre el total). La petición resultó por supuesto aprobada y el consejo no volvió a recibir una propuesta proveniente de dicha organización hasta poco menos de dos años después. En esta segunda oportunidad, la solicitud fue a fin de que el Banco de México costeara el establecimiento de una planta piloto para la fabricación de celulosa –insumo fundamental en la producción de papel– cuya operación estaría obviamente a cargo de los Laboratorios Nacionales de Fomento Industrial, cuyo presidente era a la sazón el Dr. Nabor Carrillo Flores, futuro rector de la Universidad.[43]

Finalmente, no ya en el gozne entre los sexenios de Miguel Alemán y Adolfo Ruíz Cortines sino bien avanzado este segundo periodo, se recibió una petición para el sostenimiento a lo largo de 1954 del Centro de Investigaciones de los Problemas de la Tierra y Reforma Agraria. En la carta correspondiente se informó a los integrantes del Consejo del Banco de México que una solicitud semejante se había dirigido también “a las Secretarías de Agricultura y Ganadería y de Recursos Hidráulicos; al Banco Nacional Agrícola y Ganadero; al Banco Nacional de Crédito Ejidal...”. La solicitud venía firmada por el Lic. Gilberto Loyo, secretario de Economía, y había recibido la autorización y respaldo del señor presidente de la República, Ruiz Cortines. Dado el apoyo de que disfrutó dicha solicitud, resulta difícil imaginar que hubiese sido denegada por el consejo.[44] Cabe puntualizar con todo que aunque el impulso al sector agrícola nunca tuvo prioridad entre las labores de la unidad encabezada por el ingeniero Gonzalo Robles, de cualquier modo una de las publicaciones realizadas en 1954, y que también mereció la edición en la revista Problemas Agrícolas e Industriales de México, llevó por título Progresos recientes de la agricultura mexicana.[45]


[1] Banco de México, Índice de monografías e informes técnicos del Departamento de Investigaciones Industriales, 1943-1962, México, s.e., 1963, pp. 6-7.

[2] Banco de México, “Actas del Consejo…”, lib. 17, 9 de enero de 1946 y 18 de diciembre de 1946, actas 1112 y 1161, pp. 19-23 y 142-143.

[3] Antonio Deana Salmerón, Los billetes de cinco pesos del Banco de México, S.A., México, Sociedad Numismática de Puebla, 1976, pp. 9-10.

[4] Banco de México, “Actas del Consejo…”, lib. 19, 22 de junio de 1949, acta 1292, p. 59.

[5] Ibid., p. 60.

[6] Ibid., p. 59.

[7] Ibid., p. 59.

[8] Ibid., lib. 19, 31 de agosto de 1949, acta 1302, p. 81.

[9] Ibid., lib. 19, 20 de Julio de 1949, acta 1296, p. 67.

[10] Ibid., lib. 19, 5 de octubre de 1949, acta 1307, p. 93.

[11] Ibid., lib. 19, 31 de agosto de 1949, acta 1302, pp. 81-82.

[12] Ibid., lib. 19, 21 de diciembre de 1949, acta 1318, p. 113.

[13] Ibid., lib. 19, 31 de agosto de 1949, acta 1302, p. 82.

[14] Ibid., lib. 18, 22 de diciembre de 1948, acta 1266, pp. 191-192, y lib. 19, 23 de noviembre de 1949, acta 1314, pp. 106-107.

[15] Ibid., lib. 19, 26 de julio de 1950, acta 1349, p. 167.

[16] Banco de México, “Estado de pérdidas y ganancias”, Vigesimonovena asamblea general ordinaria de accionistas, México, 1951, p. 201.

[17] Blanca Torres, Hacia la utopía industrial. Historia de la Revolución Mexicana, 1940-1952, vol. 21, México, El Colegio de México, 1984, pp. 252-253.

[18] XLVI Legislatura de la Cámara de Diputados, Los presidentes de México ante la Nación, vol. IV, Imprenta de la Cámara de Diputados, 1966, p. 368.

[19] Banco de México, “Actas del Consejo…”, lib. 17, 8 de enero de 1947, acta 1164, pp. 154-155.

[20] Banco de México, Índice de monografías…, op. cit., pp. 12-14.

[*] Según la Real Academia, se trata de un árbol del continente americano cuyo fruto se utilizaba para curtir pieles.

Banco de México, “Actas del Consejo…”, lib. 17, 9 de octubre de 1946, acta 1151, pp. 116-118.

[22] Ibid., lib. 17, 9 de abril de 1947, acta 117, pp. 191-192.

[23] Ibid., lib. 21, 3 dejunio de 1953, acta 1500, p. 55.

[24] Ibid., lib. 18, 7 de julio de 1948, acta 1242, p. 144.

[25] Ibid., lib. 18, 1o. de diciembre de 1948, acta 1263, p. 183.

[26] Ibid., lib. 19, 5 de octubre de 1949, acta 1307, p. 93.

[27] Ibid., lib. 21, 24 de junio de 1953, acta 1503, pp. 61-62.

[28] Ibid., lib. 18, 22 de diciembre de 1948, acta 1266, pp. 191-193.

[29] Ibid., lib. 19, 9 de marzo de 1949, acta 1277, pp. 26-27.

[30] Problemas Agrícolas e Industriales de México, vol. I, núm. 4, octubre-diciembre de 1948.

[31] Ibid., vol. I, núm. 3, enero-marzo de 1948.

[32] Banco de México, “Actas del Consejo…”, lib. 18, 10 de diciembre de 1948, acta 1263, pp. 182-183.

[33] Banco de México, Índice de monografías…, op. cit., pp. 20, 27 y 38-39.

[34] Ibid., pp. 17-45.

[35] Banco de México, “Actas del Consejo…”, lib. 21, 25 de mayo de 1953, acta 1490, p. 34.

[36] Ibid., lib. 21, 8 de abril de 1953, acta 1492, pp. 36-37.

[37] Banco de México, Departamento de Investigaciones Industriales, Programas de Becas y datos profesionales de los becarios, México, s.e., 1961, pp. 33-34 y 313-317.

[38] Banco de México, “Actas del Consejo…”, lib. 17, 18 de diciembre de 1946 y 16 de abril de 1947, actas 1161 y 1178, pp. 142-143 y 194-195.

[39] Ibid., lib. 18, 21 de julio de 1948, acta 1244, pp. 146.

[40] Banco de México, Departamento de Investigaciones Industriales, Programas de Becas…, op. cit., pp. 31-32.

[41] Banco de México, “Actas del Consejo…”, lib. 19, 26 de abril de 1950, acta 1336, pp. 152.

[42] Ibid., lib. 19, 5 de enero de 1949, acta 1268, pp. 3-4.

[43] Ibid., libs. 19 y 21, 9 de marzo de 1953, actas 1277 y 1462, pp. 26 y 14-15.

[44] Ibid., lib. 21, 18 de noviembre de 1954, acta 1524, pp. 98-100.

[45] Banco de México, Índice de monografías…, op. cit., p. 41.

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