No hay en los muchos discursos que pronunció Rodrigo Gómez durante su larga carrera de funcionario público referencia a la autonomía de la banca central. Hay que creer, sin embargo, que siempre estuvo a favor de esa figura jurídica en apoyo de los bancos centrales. Todos los banqueros centrales de la historia siempre la apoyaron casi por definición. Aparte de formalismos y rebuscamientos legales, la finalidad de la independencia de los bancos centrales siempre ha sido evitar que haya inflación. Esa finalidad se logra mediante la protección que esa prerrogativa les otorga a fin de impedir que sean obligados a conceder crédito y que por esa vía se produzca la emisión de dinero redundante que dé lugar a inflación. Y en vida, Rodrigo Gómez fue un enemigo acérrimo de que se produjera inflación como resultado de una política monetaria de corte expansionista. Por todo lo anterior, ese banquero central mexicano debió sentir inquietud cuando en 1948, el gobierno laborista de Clement Atlee le arrebató su autonomía al Banco de Inglaterra. También debió haber visto con desagrado la formación durante la posguerra de una corriente intelectual favorable a que a los bancos centrales del mundo se les privara de independencia.
Aunque muchas personas no lo entiendan así, la autonomía de la banca central es una figura definida de manera bastante estrecha: se refiere a la facultad que se concede a esas instituciones para manejar de manera exclusiva su propio crédito, que es la principal fuente de emisión de moneda. Que un banco central esté dotado de autonomía no quiere decir que goce de extraterritorialidad, que pueda legislar o tener su propia política exterior. De hecho, en la práctica la autonomía tiene para el banco central que la posee un carácter más bien de salvaguarda o protección. Se trata de una salvaguarda que únicamente puede ejercerse en caso de que encontrándose las finanzas públicas en desequilibrio se intente obligar al banco central a que mediante la emisión de dinero financie el déficit público. Pero a ningún banquero central le agrada la perspectiva de tener que reivindicar su autonomía frente a fuerzas que lo presionan para que otorgue financiamiento inflacionario. En caso de que llegue a existir lo que técnicamente se denomina “predominancia fiscal” –es decir, que el presupuesto público se encuentre en una situación permanente de déficit– las presiones políticas sobre el banco central para que proporcione financiamiento pueden ser muy grandes, incluso casi imposibles de resistir. Por eso, para Rodrigo Gómez fue siempre una suerte de cruzada luchar desde el banco central para que hubiese finanzas públicas sanas.
Frente a la figura de la autonomía de la banca central, el caso de Antonio Ortiz Mena fue diferente. Según el testimonio de tan importante personaje, cuando antes de que se iniciara el sexenio de López Mateos ese presidente electo le preguntó sobre el tema, Ortiz Mena le respondió que en su opinión lo más conveniente sería permitir que el Banco de México operara sin interferencias. Ésa sería la mejor forma de asegurarse que la política monetaria se orientara sin ambigüedades al objetivo de que no brotara inflación, a la vez que se aseguraba el mantenimiento del tipo de cambio. A tal fin, rememoraba, le había sugerido a López Mateos, y éste lo había aceptado, que el director del Banco de México nunca debería tener acuerdo directo con el presidente de la República. Para que el banco central operase sin interferencias los acuerdos de quien estuviera a la cabeza del Banco de México deberían celebrarse únicamente con el secretario de Hacienda.
¿Mediante ese arreglo protegía verdaderamente Ortiz Mena la autonomía del Banco de México? El asunto merece una consideración cuidadosa. Indiscutiblemente, en favor de lo que siempre estuvo ese secretario de Hacienda fue en que el banco central aplicara una política monetaria conducente a que no hubiera brotes de inflación y que se conservara la paridad oficial. Pero ése no parece haber sido el caso respecto a dejar en total independencia al Banco de México. No estaba en su carácter personal ni en el estilo administrativo de Ortiz Mena que así sucediera. Al contrario, a ese secretario de Hacienda se le recuerda por su estilo centralista, partidario de tener el máximo control posible sobre todas las entidades bajo la jurisdicción de la secretaría que encabezaba. Al respecto destaca en particular que a Hacienda siempre se le ha considerado cabeza del sector en el que se encuentra el Banco de México. En congruencia con ese enfoque, ese poderoso ministro encontró en el abogado Manuel Sánchez Cuén la cuña más eficaz imaginable para que actuara como sus ojos y sus oídos puertas adentro en el instituto central.
Compañero de generación en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad, Sánchez Cuén fue siempre un hombre de grandes confianzas para Ortiz Mena. En el Banco de México ejerció aquél sus funciones de cuña en favor de la Secretaría de Hacienda, desde dos posiciones muy ventajosas. La primera de ellas, su integración al Consejo de Administración en calidad de consejero por la serie A, es decir, por las acciones en manos del gobierno federal. La segunda de esas posiciones fue en su carácter de jefe de la sección de los abogados que formaba parte del influyente grupo Hacienda-Banco de México. El consejero Sánchez Cuén disfrutaba del apoyo del ministro Ortiz Mena y actuaba sin miramientos en congruencia con ese respaldo. Con frecuencia su conducta era insidiosa y desprovista de maneras respetuosas. El colmo se alcanzó, cuando muy posiblemente con el beneplácito del secretario Ortiz Mena, Sánchez Cuén elevó las apuestas e intentó subordinar a Rodrigo Gómez al pretender convertirse en la principal autoridad con facultades ejecutivas del Banco de México.
El episodio fue recordado por el economista Miguel Mancera, entonces joven funcionario en el banco central, de la siguiente manera. En la época de que se habla, el Banco de México estaba constituido legalmente como una sociedad anónima. Por otra parte, en la ley de Sociedades Mercantiles entonces en vigor estaba contemplada con toda precisión la figura del consejero delegado. Se trataba de una figura susceptible de aparecer en cualquier sociedad mercantil dependiente del Consejo de Administración, con la encomienda de poner en ejecución las directivas que acordara ese órgano colegiado. En caso de llegarse a aprobar que la sociedad anónima Banco de México llegara a tener delegado ejecutivo, el director general quedaría subordinado jerárquicamente a esa instancia. Según Miguel Mancera, con toda razón Rodrigo Gómez vio con muy malos ojos la propuesta que impulsaba Sánchez Cuén. El proyecto abortó finalmente cuando Rodrigo Gómez amenazó con renunciar de no frenarse la propuesta.
La larga trayectoria de Rodrigo Gómez al frente del Banco de México estuvo pletórica de éxitos y satisfacciones pero no necesariamente fue todo el tiempo un lecho de rosas. Un factor que contribuyó a que así sucediera fue precisamente el arreglo perpetrado por Ortiz Mena para tener como cuña en el Banco de México al abogado Sánchez Cuén. Este último tuvo siempre en la vida la rara virtud de confrontarse con la mayoría de las personas que se atravesaban por su paso, principalmente en el servicio público, y aun así conservar el apoyo de agentes poderosos que siempre lo protegieron y le brindaron plena confianza. Llegó a saberse al respecto que ése fue el caso también de Ángel Carvajal, que ocupó la Secretaría de Gobernación durante el gobierno de Ruiz Cortines y quien llegó a ser uno de los finalistas en la carrera sucesoria en la que resultó destapado Adolfo López Mateos. Existe también la referencia de que en el proyecto de tener infiltrado al Banco de México, el secretario Ortiz Mena y tal vez el propio Sánchez Cuén lograron introducir otra cuña adicional a su favor al conseguir que el economista Práxedes Reyna Hermosillo fuese designado gerente de Estudios Económicos. Y en consecuencia, éste también operaba como oreja en beneficio del poderoso ministro y para molestia de quienes tenían a su cargo la conducción de la política monetaria, con Rodrigo Gómez a la cabeza de esa responsabilidad.
Fue en ese contexto en que tuvo lugar una anécdota reveladora no sólo de cómo era Rodrigo Gómez sino también de la forma en que en contadas ocasiones reaccionaba cuando algo lo hacía enojar. Durante los años previos, con mucho esfuerzo el economista Sergio Ghigliazza, adscrito a Estudios Económicos, había venido desarrollando un esquema de flujo de fondos aplicable al caso de México. Cuando estuvo terminado, el esquema incluía no sólo al mecanismo monetario sino a los sectores real y financiero, las cuentas del gobierno y la balanza de pagos. Todas las causalidades macroeconómicas básicas estaban representadas en el modelo y podían verificarse todas las comprobaciones clave. Siendo Ghigliazza subordinado de Reyna, el documento cayó inexorablemente en sus manos y éste vio en él la oportunidad para lucirse frente al director Rodrigo Gómez: “¡Contamos ya con el instrumento idóneo para mejorar la conducción de la política monetaria!” El enojo de aquél fue grande: “¡A mí nadie me va a enseñar cómo se diseña y aplica la administración monetaria!” [1]
Poco tiempo después, ya tranquilizadas las aguas, el banquero central se enteró de quién era el autor de tan importante documento y mandó llamar al economista Ghigliazza, subgerente de Estudios Económicos: “A ver joven, muéstreme el modelo de flujo de fondos que ha desarrollado”. Manos a la obra, Ghigliazza fue por partes explicando pormenorizadamente el modelo, sus causalidades y sus amarres. Por ejemplo, la forma en que el remanente de la balanza de pagos, que era el movimiento del saldo de la reserva, se reflejaba en las fuentes de creación de dinero. En ese mismo sentido, en esa metodología también podía comprobarse cómo el saldo de las finanzas públicas se reflejaba como fuente de creación de dinero. Ghigliazza recuerda haber acudido a ese acuerdo con el director algo nervioso e incierto de si saldría bien librado del encuentro. Pero al final de aquella explicación la incertidumbre se convirtió en sorpresa. En el transcurso de la presentación el alto funcionario le demostró al ponente haber entendido con todo pormenor el esquema y sus implicaciones. Así, cuando poco después Ernesto Fernández Hurtado, muy cercano al director Gómez, le explicó a Ghigliazza que “el jefe” había quedado muy gratamente impresionado con el mecanismo, éste le replicó con satisfacción: “el sorprendido soy yo; le entendió hasta en sus detalles más delicados”.[2]
Durante la época de la guerra fría, una era de polarización muy marcada de las posiciones ideológicas en los países de América Latina, resultó imposible que Rodrigo Gómez no entrara en distanciamiento o enfrentamiento con grupos poco afines con los financieros, banqueros y con la banca central en general. Por alguna razón infundada y por tanto absurda, los banqueros centrales han sido ubicados por esos grupos en la derecha conservadora (whatever that means). Si la inflación perjudica primera y principalmente a las grandes mayorías y una moneda bien administrada es propicia para que se eleven los salarios y los ingresos de los segmentos menos favorecidos de la pirámide social, la procuración de la estabilidad de precios debería ser una propuesta electoral de los grupos y partidos que se consideran progresistas. Sin embargo, no sucede de esa manera. Al contrario, en el discurso político de ciertos sectores la lucha por la estabilidad se considera derechista e incluso retardatoria.
El mencionado etiquetamiento ideológico debería modificarse. Pero ese prejuicio sigue vigente y lo estaba ya también desde la época en que Rodrigo Gómez fue cabeza de la banca central mexicana. De ahí que tuviera roces y desencuentros con grupos que no entendían, o no querían entender, el componente de beneficio colectivo y equidad social implícito en sus empeños profesionales. En los círculos cercanos a la banca central el tema debió ser tabú la mayoría del tiempo. Así, resultó venturoso que Mario Ramón Beteta se refiriera a ese problema en la semblanza que escribió para el homenaje que se organizó en memoria de Rodrigo Gómez en ocasión del vigésimo aniversario de su fallecimiento.
En contraste con el contenido supuestamente conservador que algunos gratuitos detractores le han imputado, el auténtico carácter revolucionario y progresista de esta política, el desarrollo estabilizador, fue comentado en 1969 por Don Antonio Ortiz Mena en los siguientes términos: “No es producto –sostuvo– ni de un milagro ni de la improvisación. Ha exigido un esfuerzo continuo… en el contexto de una política económica de largo plazo, concordante con los propósitos políticos y sociales de la revolución popular que dio sentido y orientación a la sociedad mexicana…” [3]
Rodrigo Gómez fue un hombre bondadoso, de trato amable, pero nunca pecó de ingenuidad. Siempre fue demasiado astuto y perspicaz para caer en gazapos intelectuales, para que comulgara con ruedas de molino. Un caso, entre muchos, ilustra el tema. Desde el Centro de Estudios Monetarios Latinoamericanos (cemla) –organismo cuyo establecimiento se debía, como se ha visto, a Rodrigo Gómez– se impulsó el proyecto para que en América Latina se conformara un fondo común de reservas internacionales. En el Banco de México el proyecto no fue visto con buenos ojos. De hecho, a don Rodrigo se le pusieron los pelos de punta cuando se enteró. El mecanismo no sería equitativo, no ofrecería garantía a los bancos centrales de la zona que aportaran divisas a ese fondo cuyo eventual uso estaría respaldado por una política económica prudente por parte de todos los países participantes. En consecuencia, bajo las indicaciones de Rodrigo Gómez el banco decidió sabotear diplomáticamente la propuesta. Fue casualidad que uno de los enviados del Banco de México con la misión de bloquear dicho proyecto fuera el subdirector Miguel Mancera. El director del cemla, quien sin fundamento técnico suficiente había cobrado un interés personal en el desorientado proyecto, reaccionó negativamente y le cobró por algún tiempo mala voluntad al enviado. Quizá debió haber tenido aquél mayor sagacidad respecto a la identidad de la persona de quien provenía el antagonismo al proyecto.[4]
Aunque nunca lo explicó en público, y posiblemente tampoco en privado dado su laconismo, deben entenderse las razones que movieron al director Rodrigo Gómez para oponerse al proyecto del fondo común de reservas que tanto se impulsó desde el cemla. Una primera razón de orden general es que en el neto el mecanismo no contribuiría a incrementar las divisas disponibles en la zona para fines de estabilidad cambiaria. Y la parte más preocupante provenía de la utilización que pudiera hacerse de esos recursos. El mecanismo ciertamente incluiría incentivos perversos al no estimular la disciplina monetaria y fiscal entre los países suscriptores, y en cambio implícitamente sí se favorecería a quien no practicara esa disciplina y que por tanto tuviera que recurrir al uso de los fondos ahí acumulados. En adición, al banquero central debe haberle parecido infundada la pretensión del director del cemla de intentar transformar a ese organismo de un ente especializado en la investigación y la docencia para también otorgarle funciones operativas que tampoco tenían ninguna base. A final de cuentas prevaleció la posición del Banco de México, pero en lo personal el director de ese organismo se quedó dolido, tal vez sin entender plenamente las fuerzas que habían entrado en juego para frustrar su propuesta.
De Rodrigo Gómez siempre se ha recordado también su fina sensibilidad frente a las preocupaciones y afanes de las gentes más sencillas, y en lo específico si eran empleados del instituto central. A una intervención suya, oportuna y decidida, se atribuye el establecimiento del comedor del Banco de México. En la institución es ampliamente sabido que esa prestación es particularmente útil para los empleados mayoritarios que usualmente disponen de menos posibilidades para, como se dice coloquialmente, “comer en la calle”, ya sea pagando en un restaurante o invitados a comidas de trabajo o de relaciones públicas. Reza entonces la anécdota que en alguna ocasión al contemplar la escena de algunas secretarias sentadas en el dintel de una puerta con sus respectivas loncheras abiertas y comiendo un emparedado, Rodrigo Gómez propuso: “debe darse a estas chicas y al resto del personal un servicio institucional para que puedan comer de manera digna”.
La propuesta respondía en parte a razones de sensibilidad humana, a filantropía, a solidaridad, pero también debieron haber habido motivaciones de orden administrativo-institucional. Rodrigo Gómez fue un continuador de la estrategia iniciada por sus antecesores de hacer del Banco de México una institución de excelencia. Conseguir esa finalidad requería de un reclutamiento de personas con capacidad laboral elevada y además principios éticos sólidos. Ya una vez contratado, el personal debía estar motivado para brindarle a la organización su mejor esfuerzo, lealtad y además permanencia. Las prestaciones que el Banco de México ofrecía a su personal respondían a esas finalidades. También los programas para procurar la capacitación y el entrenamiento. En ese sentido, un antecedente muy relevante correspondía al primer director, Alberto Mascareñas, quien en su momento promovió la Escuela Bancaria para que hubiera en el país un centro donde se impartiera enseñanza sobre esa especialidad. El comedor, seguramente se pensó con todo acierto, vendría a reforzar los incentivos para que el personal del Banco de México se sintiera identificado y motivado con la institución.
Otra acción inspirada por una intención humanitaria tuvo que ver con empleadas del banco que por razones de maternidad se veían obligadas a renunciar. Esto ocurría usualmente cuando el bebé nacía con problemas de salud que requerían un cuidado permanente por parte de la madre. Fue así que don Rodrigo concibió y aprobó la llamada “renuncia por maternidad”, en cuyo caso la trabajadora conservaba su crédito hipotecario hasta la amortización con la tasa preferencial que ofrecía la institución. El mecanismo fue siempre muy apreciado por las trabajadoras que resultaban obligadas por tan doloroso e indeseado trance.[5]
Con toda seguridad, en esa línea de estrategia corporativa de formar capital humano de alto nivel se inscribe también la práctica, muy personal en don Rodrigo Gómez, de ofrecer la mejor capacitación posible a los técnicos jóvenes que tenía el Banco de México, principalmente los economistas. Según Mario Ramón Beteta, a uno de aquellos “muchachos” a los que Rodrigo Gómez envió a hacer estudios de posgrado a universidades del extranjero, en alguna ocasión le preguntaba: “Cuántos empleados y funcionarios trabajamos en el Banco de México?... Más de tres mil, respondía yo, a lo que jovial, con su característico tono norteño y entre veras y bromas contestaba: Entre tres mil debe de haber treinta que tengan con que llegar a ser secretarios de Hacienda. Búsquenlos. Debemos ir preparándolos desde ahora…” [6]
El enlace entre Rodrigo Gómez y el prestigiado escritor Daniel Cosío Villegas fue Eduardo Villaseñor, quien dirigió los destinos del Banco de México a todo lo largo del sexenio de Manuel Ávila Camacho. Por decisión de Cosío, ese funcionario del instituto central fue llamado para que participara en un grupo de reflexión que se formó con la anuencia de Villaseñor a fin de estudiar los problemas económicos a que se enfrentaría México durante la posguerra. Se le convocó en razón de que supuestamente en México nadie sabía más de la materia cambiaria y de tipos de cambio que Rodrigo Gómez. Al poco tiempo, la fortuna dispuso que aquel cambista y ya reconocido banquero central formara parte de la reducida delegación que en representación de México asistió en 1944 a la conferencia de Bretton Woods, y de la cual también formaron parte Cosío Villegas y Víctor Urquidi. Ya concluido el periodo de Villaseñor, durante la gestión de Carlos Novoa se produjo la separación de Cosío del banco, el otorgamiento de una pensión menor y los apoyos de la institución al proyecto de la Historia moderna de México, al Fondo de Cultura Económica y posteriormente el Colegio de México. Si bien todos estos respaldos los acordó el Consejo de Administración de manera colegiada, Rodrigo Gómez participó en todas esas aprobaciones y probablemente simpatizó con esos proyectos en el orden personal.
La relación de amistad entre Cosío Villegas y Rodrigo Gómez nunca se interrumpió, alimentada, en parte, por el impulso constructor y fundacional característico de los de su generación. Un momento cumbre tuvo verificativo cuando por instancias y recomendación de Cosío, el Banco de México decidió adquirir los archivos históricos del ilustre jurista Ignacio L. Vallarta y de Matías Romero, quien en su momento de mayor trascendencia histórica fungió como secretario de Hacienda y embajador ante Estados Unidos del gobierno de Benito Juárez. En las Actas del Consejo de Administración el escueto acuerdo simplemente reza...
...el señor Director manifestó que se había hecho una estimación de la importancia del archivo histórico de don Matías Romero y de acuerdo con la opinión del Lic. Daniel Cosío Villegas, quien fue comisionado para esa labor, es de un valor extraordinario... pero desde luego puede considerarse que tiene una gran importancia; que es de una gran riqueza y de una continuidad que lo hacen excepcional... Que si los señores consejeros aprobaran su compra tendría que consultarlo previamente con el señor secretario de Hacienda.[7]
En las evocaciones sobre la figura histórica de Rodrigo Gómez abundan testimonios como el expresado por el ex presidente Miguel de la Madrid, en el sentido de que “Don Rodrigo no era hombre de palabra florida o elaborada”. Otro de “sus muchachos”, Mario Ramón Beteta, lo recordaba “opuesto a todo circunloquio… y alejado de barroquismos ornamentales”, toda vez que “rehuía las complicaciones meramente retóricas”. Por su parte, Gustavo Petricioli –que al igual que Beteta también llegó a ser jefe de las finanzas nacionales– lo evocaba como el banquero central, el jefe y el maestro, “[e]l hombre franco, agudo, antisolemne que siempre llamó a las cosas por su nombre”. En el mismo sentido, Miguel Mancera lo confirmó también como “un carácter antisolemne… siempre alejado del protagonismo y de los reflectores”. Parece así haber habido en Rodrigo Gómez dos dimensiones diferentes frente al fenómeno de la retórica. Por un lado, la pragmática relativa al uso de la palabra como instrumento de trabajo y también como instrumento para hacer política y diplomacia. La segunda, en relación a su actitud personal y como funcionario, frente a las obligaciones de la tribuna, al reto de tener que pronunciar discursos.
Respecto al uso de la palabra como instrumento de trabajo, Mario Ramón Beteta nos legó un testimonio de gran valor. Más que en su temperamento o personalidad, el estilo verbal de Rodrigo Gómez parecía encontrar fundamento en su intelecto: “decía lo que pensaba sin nada más ni nada menos… directo y muy al grano: inequívocamente, con completa llaneza”. ¿Por qué? Muy posiblemente en razón de que requería de exactitud y claridad, tanto para articular el mensaje que deseaba transmitir como para recibir el que solicitaba a sus interlocutores. Si su mente era clara y precisa, así eran las explicaciones que deseaba recibir. Beteta recordaba que “ante todo asunto que requiriese tomar decisiones exigía a sus colaboradores un análisis minucioso, pero no transigía con alambicamientos”. En su calidad de director del Banco de México “era requisito tácito, aunque firme, plantear las cuestiones con claridad y precisión”. La exigencia tenía un fundamento pragmático: necesitaba comprender muy bien los problemas que se enfrentaban a fin de llegar “a conclusiones eficaces y convincentes”. Y el elemento adicional venía dado por la forma de ser del personaje, por su idiosincracia: toda vez que entendía los problemas con gran profundidad y amplitud, gustaba de explicarse con sus propias palabras, con frecuencia recurriendo a metáforas que extraía de su propia experiencia, como aquella de que “andando el carro se acomodan las calabazas”.
¿A qué se refería aquel banquero central, astuto y tan “lleno de sabiduría”, mediante la pintoresca expresión de que “andando el carro se acomodan las calabazas”? Antes que nada Rodrigo Gómez fue un hombre de acción, un individuo comprometido con la obtención de resultados, “alejado como lo estuvo siempre de cualquier pretensión cultural o académica”. En otro testimonio invaluable, Miguel Mancera explicó que Rodrigo Gómez “fue un hombre de acción y de resultados. A ello encaminaba su talento, empuje y dinamismo”. Así, la expresión hablada de ese funcionario tenía como motivación lograr los fines que se proponían. Como individuo de acción que era, Rodrigo Gómez sabía que en la vida no hay soluciones perfectas… En el extremo, la búsqueda de soluciones perfectas puede llevar a la parálisis. Por esa razón solía citar la frase de que “lo perfecto es enemigo de lo bueno”.
Respecto a la oratoria y a las tribunas, Miguel Mancera recuerda que, un poco en serio y un poco en broma, Rodrigo Gómez señalaba que en su calidad de director del Banco de México tenía que pronunciar un discurso anual y eso en razón de que “no le quedaba más remedio”.[8] Hay indudablemente una paradoja en esta refracción instintiva del banquero central con respecto a los micrófonos, los pódiums y las tribunas. Modesto y sencillo, siempre fue renuente al protagonismo y a la publicidad. Sin embargo, si siguiendo sus impulsos Rodrigo Gómez no hubiera pronunciado nunca ningún discurso, la posteridad se habría privado de la principal fuente de que disponemos para conocer el pensamiento de una de las figuras más sobresalientes que han tenido las finanzas mexicanas. Como valor adicional, de los discursos de Rodrigo Gómez es posible derivar deducciones importantes sobre las circunstancias que prevalecían cuando los pronunció y los problemas que en la coyuntura confrontaba al Banco de México y la política económica en general. Y de igual o mayor importancia: fue a través de esos discursos que Rodrigo Gómez pudo entrar en debate con sus opositores y refutarles sus planteamientos inflacionistas.
Pero la comunicación humana es un camino que tiene dos sentidos; es decir, implica expresarse y también escuchar a las contrapartes con las que se dialoga. El punto es importante: ¿cómo era Rodrigo Gómez en el papel de interlocutor? Según los testimonios de que se dispone, era sencillo y discreto, escuchaba con gran atención y respeto a quien se dirigía a él. En el primer encuentro que tuvo con el director Rodrigo Gómez, Mario Ramón Beteta lo recordaba “con el saco de su traje gris desabotonado, su corbata oscura un poco fuera de lugar y sus ojos verdes mirándome desde la hondura de sus órbitas con intensidad y fijeza reveladoras de su atención y de su intención de entender mi problema”. Otro subordinado destacado, Gustavo Petricioli, evocaba que como jefe “era extraordinaria su paciencia para escucharnos, así como la forma, a la vez suave y firme, en que iba corrigiendo errores y dudas”. Siempre sencillo y paciente, aquel banquero central escuchaba con gran atención a sus colaboradores y quizás aun con mayor concentración a los interlocutores con quienes tenía una posición de confrontación. Una comprensión cabal e inquisitiva de las ideas y de las motivaciones de sus contrapartes era la plataforma de despegue para poder aclarar, replicar, contraatacar y eventualmente refutar. Comprender para poder actuar podría haber sido su principio en esta materia.
Consideraciones personales aparte de actitud o inclinaciones, don Rodrigo Gómez se conducía con una postura muy pragmática frente a los medios de comunicación. Ya de por sí era un compromiso retador pronunciar un discurso que se podía preparar cuidadosamente con anticipación, pero las declaraciones ante la prensa eran una cuestión mucho más delicada. En particular, tenía la convicción de que un banquero central se encontraba frente a los medios en una situación de gran asimetría. Si de un lado algún medio publicaba cosas inexactas o infundadas generalmente no había consecuencia. Sin embargo, las repercusiones podían ser graves, e incluso fatales, si por error o posiblemente por mala fe salía a la luz pública una declaración fuera de contexto o que el público pudiera interpretar de manera incorrecta. Según Mario Ramón Beteta, Rodrigo Gómez solía explicar en círculos íntimos:
Cualquier apreciación equivocada o mal intencionada por parte de un medio de difusión puede deteriorar la confianza pública en la situación cambiaria, en el monto de las reservas, en nuestras relaciones con el exterior, en las medidas de regulación de la banca mexicana, en el quehacer financiero, etc. “Basta un minuto para perder la confianza, mientras que se requiere mucho tiempo para restaurarla” repetía continuamente [don Rodrigo], invitándonos a espaciar nuestras declaraciones públicas y a cuidarlas en extremo cuando tuviéramos que hacerlas.[9]
Equivocadamente, en algunos círculos se ha pensado que el factor determinante en la marcha de una economía son las políticas económicas que aplica el gobierno. Pero don Rodrigo Gómez era un individuo de gran sensibilidad, un humanista. En su opinión, el rumbo de una economía estaba determinado en forma prioritaria por las acciones cotidianas que deciden independientemente millones de consumidores, ahorradores e inversionistas. El papel de las políticas económicas –muy importante, sin duda– es el de orientar las acciones de los agentes económicos (consumidores, ahorradores e inversionistas) en el sentido más compatible con un desarrollo rápido y sostenible. Así, anticipándose a un pensamiento teórico más moderno, aquel banquero central autodidacta había comprendido que el reto de la política económica era alinear las expectativas de los agentes económicos a fin de estimular una tasa de ahorro lo más elevada posible, que el ahorro así formado se conservara en México y que se aplicara en inversiones productivas que ofrecieran empleos bien remunerados y contribuyeran con sus impuestos al financiamiento de las inversiones públicas a cargo del Estado. Era cierto que en México el ritmo del desarrollo dependía de manera importante de los proyectos de inversión estatales. Pero también tenían una relevancia determinante las inversiones del sector privado que había que estimular de una manera conveniente.
Todos los testimonios coinciden en la importancia que prestaba Rodrigo Gómez a la confianza para que el desenvolvimiento de la economía fuera en el rumbo de un crecimiento económico adecuado y sostenible. Confianza para que los ahorradores visualizaran un futuro de certidumbre que los llevara a un nivel de ahorro elevado y que se sintieran cómodos para mantener sus ahorros en moneda nacional. Confianza en que no aflorarían en el futuro inmediato las condiciones que llevaran a una crisis de balanza de pagos con devaluación, lo cual cercenaría el patrimonio acumulado mediante el ahorro. Confianza de los inversionistas en que subsistirían condiciones estables y de orden general para un funcionamiento adecuado de las empresas y las unidades productivas. La confianza, en suma, era fundamental para la estabilidad, pero “estabilidad en su acepción más amplia, o sea, estabilidad económica, política y social… Confianza en un régimen de derecho, en la dinámica y en el futuro económico del país, así como en la firmeza de la moneda y en la solidez de las instituciones financieras”. Sin una confianza amplia y bien consolidada era imposible esperar en los agentes económicos conductas favorables para el desarrollo económico.
En términos de una división del trabajo aproximada entre las distintas entidades de la administración pública, conseguir que en el país hubiera condiciones de estabilidad política y social correspondía a autoridades como la Presidencia de la República, la Secretaría de Gobernación y la Secretaría del Trabajo y Previsión Social. Pero lograr que hubiera condiciones de estabilidad económica correspondía al banco central mediante la política monetaria con la colaboración de la Secretaría de Hacienda mediante una política fiscal prudente. La aplicación de una política monetaria conducente a la estabilidad de la moneda en sus dos acepciones de estabilidad interna y externa –ausencia de inflación y fijeza del tipo de cambio– requería que el Banco de México hiciera a la economía un suministro muy cuidadoso y bien dosificado de medios de pago. Rodrigo Gómez estaba consciente de la potencialidad de la política monetaria, en coincidencia con la visión fundamental de los monetaristas en cuanto a que money matters. Sin embargo, también entendía perfectamente las limitaciones a que estaba expuesta esa política. En particular, le preocupaban las visiones simplistas que propugnaban como regla para acelerar el crecimiento económico que se aplicara una política monetaria excesivamente expansiva. Sabía que posiblemente por esa vía podía estimularse en forma transitoria la actividad económica, pero cuando se perseveraba en ese sentido sólo se conseguía crear inflación con todos los daños que conlleva ese mal monetario. Según la autorizada opinión de Miguel Mancera:
Es verdad que en muy corto plazo, y en ciertos casos, mediante la aplicación de políticas inflacionistas puede conseguirse una intensificación de la actividad económica. Pero este tipo de auge es efímero y no llega a convertirse en una auténtica y duradera prosperidad. Si la inflación fuera el camino para promover el desarrollo económico, bastaría para que un país se volviera rico, que su banco central expandiera indefinidamente su crédito. Sin embargo, la verdad es que la elevación inmoderada y continua de los precios que sigue de tal expansión no sólo perjudica a los sectores de ingresos fijos, sino que da lugar a desviaciones de la inversión hacia campos socialmente poco productivos y, además, propicia la fuga de capitales.[10]
Fue seguramente por sentido común, por perspicacia, por una observación cuidadosa de la realidad, por sus estudios autodidactas, que a Rodrigo Gómez le inquietaron tanto las propuestas expansionistas, a las que con un humorismo no exento de brío dialéctico llamaba irónicamente “un camino de rosas” o la utopía de un mundo “color de rosa”. Había que combatir sin cuartel “a quienes querían llevar al país al desastre” mediante la tentadora fórmula de “obtener dinero a corto plazo y gastarlo alegremente”. Era ciertamente una tentación muy peligrosa recurrir en forma irreflexiva a la emisión primaria de billetes, senda al final de la cual se hallaba siempre el abismo.[11] La falacia más peligrosa sostenida por las inflacionistas era suponer que la falta de ahorros puede sustituirse con emisión monetaria. A la exploración de este tema dedicó Rodrigo Gómez mucha atención. Una de sus explicaciones más reiteradas fue siempre que no era la falta de proyectos rentables lo que limitaba el desarrollo económico, “sino la insuficiencia de ahorros frescos para financiarlos”. El ahorro deriva del proceso productivo en la forma de esa porción de los ingresos de las familias provenientes de sueldos y salarios, dividendos, rentas e intereses, que no se dedica al gasto en consumo. Es decir, cuando el ahorro de las familias se produce ya tiene detrás de sí como contrapartida, por así decirlo, una riqueza formada. A diferencia, la emisión monetaria únicamente consiste en billetes y monedas. Si el monto de la oferta monetaria coincide razonablemente con la cantidad de efectivo requerida por la economía para funcionar, no habrá problemas alcistas. Los problemas inflacionarios afloran cuando la moneda en circulación excede claramente el monto requerido.
Como financiero y banquero que era, Rodrigo Gómez comprendía muy bien la importancia crucial que tenía el crédito para los esfuerzos de desarrollo económico de cualquier país. En los discursos que pronunció ante la Convención de Banqueros y otros foros, es posible constatar las convocatorias reiteradas a que se diera prioridad en la intermediación al apoyo de las actividades productivas y que la irrigación crediticia llegara a todos los sectores y las regiones del país. Sin embargo, el financiamiento tenía que administrarse con gran cuidado y responsabilidad. En primer lugar estaban los peligros por un financiamiento inflacionario. En segundo, los intermediarios estaban obligados a seleccionar de manera muy cuidadosa a sus prestatarios. Después de todo, hasta en las sociedades más avanzadas los recursos prestables son siempre un bien escaso. De ahí esa importante concepción, no sin fundamento, de considerar al ahorro de un país como una suerte de bien público que la autoridad debe custodiar. Los bancos no prestaban sus propios recursos sino los ahorros que el público les confiaba para su resguardo. Estaban obligados a darles una aplicación productiva y lo más segura posible. Y también tuvo siempre presente aquel banquero central los estragos que puede causar el abuso del crédito. De ahí con frecuencia que soliera citar la metáfora atribuida a Eugene Mayer, primer presidente del Banco Mundial: el crédito es como una medicina poderosa, que administrada convenientemente puede salvar vidas. Sin embargo, cuando se administra con imprudencia y desconocimiento, puede convertirse en una tremenda tragedia social.
En el orden temperamental o emocional, todos los que interactuaron con Rodrigo Gómez lo recuerdan como el banquero central reposado, paciente y cuidadoso en la forma y en el fondo de todas las cosas. Con mayor precisión, en su momento un muy distinguido discípulo, Gustavo Petricioli, destacó “su prudencia, infaliblemente hermanada a su firmeza…”. Ambas virtudes le permitían mantenerse permanentemente “en actitud de discreta cautela, sin apartarse nunca de los lugares de peligro: de las amenazas de crisis”. Aceptada la prudencia que caracterizó en vida al personaje, cabe destacar la forma armoniosa en que se equilibró ese rasgo con su inclinación a la acción, con su “empuje y dinamismo”, con su “espíritu productor”, Mancera dixit. Petricioli recordaba que “siendo partidario de la acción, no fue nunca impulsivo”, seguramente por su prudencia.[12] ¿Pero cuál era el significado profundo de la prudencia en el funcionario Rodrigo Gómez? El ex presidente Miguel de la Madrid aportó en su momento una explicación luminosa en este sentido:
…la prudencia entendida no como timidez sino como la virtud equiparable con la sabiduría, en cuanto que conserva memoria de las experiencias adquiridas, posee el sentido adecuado de la relación de medios afines, vigila atentamente las circunstancias del momento; la prudencia, como la investigación racional y progresiva, el aprovechamiento preciso de la oportunidad, la previsión de las contingencias futuras, la precaución ante las complejidades y la capacidad de discernir lo factible de lo deseable frente a sucesos excepcionales. Esta es la concepción clásica del ejercicio prudente de la conducta humana, que cobra relevancia superior cuando se está a cargo de una responsabilidad pública. [Por todo lo anterior, Rodrigo Gómez] exhortó constantemente a la prudencia en las materias económicas y financieras.[13]
En los seres humanos la prudencia es ciertamente una virtud cercana a la sabiduría. Gustavo Petricioli recordaba a su ex jefe y mentor, Rodrigo Gómez, como un individuo sabio e inteligente y Miguel Mancera destacó en su momento su “talento”, “rapidez mental” y su “perspicacia”. ¿Cómo pudo una persona con tan escasos estudios formales llegar a ser considerado un sabio? La explicación posiblemente resida en que en su persona confluyeron de manera armónica varias virtudes sobresalientes. Cabría empezar por una intuición verdaderamente excepcional para entender con profundidad a instituciones, personas y problemas, preferentemente en los campos de su especialidad, que eran la banca central, las finanzas, la regulación y supervisión del sistema bancario.
Otra faceta, destacada en su momento tanto por Miguel Mancera como por Mario Ramón Beteta, era “su gran avidez por aprender”, lo que lo llevó a ser un “autodidacta inagotable”. Para Beteta se trató de “un autodidacta que no sólo logró penetrar en los complicados vericuetos de la economía, la banca y las finanzas, sino que llegó a adquirir una información impresionante, en particular sobre la geografía y la historia de nuestro país”. En forma complementaria, Mancera también hizo notar su muy notable capacidad de observación y una memoria verdaderamente prodigiosa. De ahí que “la contemplación detenida, meticulosa e inteligente de personas y circunstancias fue[se] una de sus cualidades más características. Prestaba atención a los pormenores pues en ocasiones podían ser manifestación de algo importante. No había acontecimiento o fenómeno que pasara inadvertido a su escrutinio”. Para Mancera, esta conjunción de observación con memoria en grados tan elevados explica que Rodrigo Gómez “haya sido tan eficaz psicólogo práctico, un conocedor tan profundo del género humano”.[14] Y el cuadro se completa con la experiencia tan vasta que Rodrigo Gómez logró acumular a lo largo de su muy prolongada trayectoria de servicio en el Banco de México, como veterano de mil batallas.
En su carácter de órgano regulador, las disposiciones que emitía el Banco de México, en particular las relativas al encaje legal, eran actos de autoridad. Se entiende que por su psicología, en esta materia Rodrigo Gómez haya tendido a la conciliación y a lograr las cosas por las buenas mediante la persuasión. Sin embargo, no hay duda de que la decisión de 1958 de aplicar el encaje legal a las sociedades financieras para evitar el arbitraje regulatorio tuvo una intención compulsiva. Y a ello cabe agregar las polémicas y las discusiones en que tuvo que involucrarse para refutar las opiniones de los críticos inflacionistas, orientadas a que el Banco de México abdicase de sus convicciones y resultara forzado a una operación descontrolada en la emisión de billetes. Esta política sólo podía provocar, según lo explicó en su momento Miguel de la Madrid, “la distorsión del aparato productivo y originar la especulación como tónica generalizada”.[15]
Una de las mejores luchas que en lo personal libró Rodrigo Gómez, o quizá la madre de todas sus luchas, fue su esfuerzo permanente por “desatontarse”. ¿Para qué “desatontarse”? En el orden constructivo, para ayudar a la formación de sus colaboradores, coadyuvar a que entendieran mejor los problemas y de esa manera a que pudieran llegar a soluciones más idóneas. Ese banquero central hubiera hecho suyo aquel famoso principio que reza que en la vida no hay soluciones fáciles para ningún problema, sólo soluciones peores o mejores. Evocaba Mario Ramón Beteta, uno de sus “muchachos”, que cuando se examinaba alguna cuestión trascendente, el banquero central solía convocar al pequeño grupo de profesionistas con “estudios de posgrado en el extranjero –antecedente entonces todavía poco frecuente en nuestro medio– para conocer su parecer y esperar alguna o algunas propuestas”. Según Beteta, los escuchaba siempre con interés y gran paciencia y después de oír sus “sesudas disquisiciones” (sic) les hacía ver con tono sencillo y sin actitud de reproche: “Y no han pensado, muchachos, en tal aspecto”, dirigiendo su atención exactamente al meollo de la cuestión que se estaba analizando: “Y luego, con su norteño buen humor, don Rodrigo rompía nuestro discreto y quizá un poco avergonzado silencio al aconsejarnos –y se incluía en la lista–: ‘tenemos que desatontarnos, muchachos, y el procedimiento de ‘desatonte’ es tan largo que cuando creemos que lo estamos concluyendo nos morimos’ ”.[16]
Pero el proceso de “desatonte” –el esfuerzo para alcanzar el “desapendejamiento”– se tenía que dar también para poder actuar con destreza y ventajas en el ambiente dialéctico –de confrontaciones y contiendas– en el que se desenvolvía el Banco de México. Era inexorable: “[e]nfrascado en una batalla incesante contra las presiones inflacionarias que continuamente surgen de todas partes, en un país ávido de elevar el nivel de vida de todos sus habitantes”, había que dotar a la banca central de “las mejores armas de defensa –y ataque–, técnicas, intelectuales, políticas y retóricas”. Había que enfrentar –y ganar– todas las batallas monetarias, los enfrentamientos, las luchas, las discusiones y las polémicas. ¿Cómo “desatontarse”?, ¿de qué manera superar el “apendejamiento” o los “apendejamientos”? En los órdenes intelectual y técnico, había que conocer los temas de la moneda y el crédito con mayor profundidad y precisión que los antagonistas y críticos. En el orden psicológico, había que darse cuenta más oportunamente de los problemas y temas de discusión. En el aspecto de la retórica, había que articular las respuestas, explicaciones y réplicas en la forma más comprensible, clara y convincente. Para triunfar en los enfrentamientos retóricos hay que convencer. Por último, a fin de obtener ventajas en el orden político era muy conveniente anticiparse a los problemas. El resultado de la destreza de Rodrigo Gómez para librar batallas –siempre en forma civilizada y con gracia personal– fue finalmente el que logró permanecer, prevalecer y avanzar.
En su calidad de jefe en el Banco de México y de responsable de la definición e implementación de la política monetaria, Rodrigo Gómez siempre estuvo consciente de la faceta dialéctica implícita en la naturaleza de su trabajo. Tanto, que a la exploración de ese tema dedicó las que probablemente fueron las más célebres de las muy interesantes conferencias que dictó.[17] Hay el muy importante testimonio de que, con su buena pluma, Mario Ramón Beteta fue el principal colaborador encargado de escribir los discursos que pronunciaba su jefe. Sin embargo, los conceptos y las ideas básicas fueron siempre seguramente dictadas por el jefe encargado de presentar las ponencias. La relevancia del segundo de esos discursos se reforzó por el muy importante hecho de que Rodrigo Gómez de México fue el primer ponente oficial que tuvo la muy prestigiada Fundación Per Jacobson, que se había establecido poco antes en recuerdo de ese célebre banquero central. En esas históricas ponencias fue cuando don Rodrigo acuñó el muy importante concepto de que las “fuerzas de la inflación eran poderosas, múltiples y sutiles”. Para explorar tan complicado y controvertido asunto, el ponente explicó que se refería al “caso de México, cuya lucha antiinflacionaria desde el punto de vista monetario y financiero, y cuya promoción del desarrollo económico [podían] arrojar alguna luz sobre los efectos de estas políticas y ser de interés para el estudio de otras economías similares”.[18]
La lucha “contra las presiones inflacionarias que continuamente surgen de todas partes” no era, y seguramente ha seguido sin serlo, una batalla fácil. Enfrente estaba el gran enemigo: las fuerzas de la inflación que son “poderosas, múltiples y sutiles”. Y en sus presentaciones, ese banquero central asimismo hizo hincapié en que esas fuerzas también eran persistentes. Es decir, estaban alertas y en acción continua todo el tiempo. Por tanto, así también tenía que ser la actitud del banco central: mantenerse en guardia permanente para poder reaccionar, y en caso de emergencia, contraatacar siempre con oportunidad. La finalidad inmediata de esa lucha era evitar que hubiese inflación, una de cuyas causas provenía de que se produjesen deficientes en las cuentas presupuestales del gobierno. En caso de que se generase déficit del sector público, éste tenía que ser financiado por el banco central, “que con frecuencia se encuentra imposibilitado para compensar este financiamiento a través de operaciones de mercado abierto, captando ahorros genuinos, ya que en los países subdesarrollados no siempre existe formación de ahorros en volúmenes suficientes…” La otra puerta inflacionaria era que el banco central fuera obligado a proporcionar crédito a la banca mediante el redescuento, generando circulante por encima de su demanda, o sea, dinero excedente o redundante.
Antes que nada, las fuerzas de la inflación eran poderosas, porque provenían “de las altas esferas de la política y de la administración, especialmente en aquellas Secretarias encargadas de hacer obras públicas, que siempre tienen listos proyectos de indiscutible beneficio”. Tal era el caso de las grandes obras de riego, ferrocarriles, carreteras, puertos y facilidades portuarias, pavimentos urbanos, agua potable y alcantarillado, además de inversiones en electricidad, telecomunicaciones, hospitales, escuelas, vivienda popular y un largo etcétera. En el orden psicológico, era comprensible, “por ser natural y humano, que los funcionarios gubernamentales encargados de resolver esas urgentes necesidades [quisieran], cada uno de ellos, avanzar lo más posible en el campo que les corresponde… con independencia de que provoquen déficit presupuestales…” El problema no era que escasearan los proyectos viables de inversión sino los recursos frescos, provenientes del ahorro auténtico, para darles financiamiento. Así:
…para el Ministro de Hacienda resulta siempre muy difícil convencer a algunos de los funcionarios de otras ramas de que la forma más efectiva de traicionar los nobles propósitos que se persiguen es el gasto desenfrenado, y de que la estabilidad monetaria, producto de la disciplina presupuestal, provee mucho más recursos reales para resolver los problemas de infraestructura, educación, salubridad, y de la actividad económica general.[19]
Las fuerzas de la inflación también eran múltiples, pues a las presiones de los funcionarios públicos y de muchas entidades estatales se sumaban las que provenían del sector privado, del sector bancario y del resto de los ramos de actividad. En un país como México, en el que tanto se había desarrollado el espíritu de empresa, alcanzaban decenas de millares los agentes que requerían de capital para ampliar sus negocios y que al no disponer de él en la medida requerida con base en sus utilidades “o con los créditos provenientes de ahorros reales, [trataban] de forzar la situación para que el banco central con dinero recién creado, sustituya los capitales faltantes”. En favor de sus intereses, los grupos en tal situación esgrimían frases acuñadas –muy llamativas aunque desprovistas de contenido y solidez– en el sentido de que “el crédito a la producción no es inflacionario” o, alternativamente, que “la política de estabilización del banco central frena el progreso del país”. En esa forma, empresarios y productores de ramos tan diversos como el comercio, banca, industria, minería, agricultura y servicios argumentaban con enjundia –por distintos canales y en forma reiterada– que “por medio de la reducción o la eliminación de los depósitos obligatorios, y aun de ilimitados redescuentos”, el banco central podía coadyuvar a que hubiera “crédito oportuno, abundante y barato para todas las actividades económicas”.[20]
Las fuerzas de la inflación también eran “sutiles”. En este último aspecto se presentaba una semejanza con los sofistas de la época de la Grecia presocrática, quienes con elaborados razonamientos hacían aparecer a las falsedades con visos de verdad. Solía así suceder que no faltaran los economistas profesionales que invocando teorías extrañas o enfoques supuestamente novedosos, abogaran para que el banco central traicionara sus principios o cambiara de política a fin de impulsar mediante la emisión de moneda la marcha de la economía. ¡Como si esa finalidad pudiera lograrse de manera directa –a más dinero en circulación, mayor producción– sin costos sociales y problemas adicionales! A los economistas con esa forma de discurso simplista y erróneo se sumaban hombres de negocios y otros observadores que, apelando a la intuición más elemental, creían saber mejor que los expertos del banco central cómo debería manejarse la política monetaria. Esa intuición los llevaba a suponer, por ejemplo, “que el sol, la luna y las estrellas giran alrededor de la tierra”. Por intuición, esas personas también llegaban a una conclusión a ojo de pájaro… “de que son los ríos los que surten de agua al mar, siendo que es la mar la que surte a los manantiales de donde los ríos la toman”.[21]
Fue por sentido común y también por su vasta experiencia y capacidad de observación, que Rodrigo Gómez se mostró siempre tan renuente a lo que podríamos llamar el sofisma inflacionista. Había en la propuesta de los inflacionistas una panacea ficticia de imposible realización. Como lo señalara Miguel Mancera: “si la inflación fuera el camino para promover el desarrollo económico, bastaría para que un país pobre se volviera rico que su banco central expandiera indefinidamente su crédito.[22] Nunca el recurso a ese expediente ha sido motor de un desarrollo económico verdadero. Es verdad, sin embargo, que en algunas circunstancias las políticas inflacionistas puedan producir en el corto plazo tasas de crecimiento altas. Sin embargo, este tipo de auge es siempre efímero y nunca llega a convertirse en una prosperidad auténtica y duradera. Mediante ese enfoque, más temprano que tarde se provoca inflación con todos sus efectos perniciosos sobre la actividad económica, la intermediación financiera y la distribución del ingreso. Con todo, sobre todo para personas poco informadas sobre la complejidad de los problemas monetarios, la tentación de aplicar expansionismo fiscal y monetario puede ser muy grande. Es una tentación impulsada por un espejismo. A este espejismo, que ha obnubilado a tantas mentes, era a lo que Rodrigo Gómez llamaba “la teoría del camino de rosas: obtener dinero a corto plazo y gastarlo alegremente… Ni producción de papel moneda, con las máquinas a toda velocidad, ni olvido de que son los sectores mayoritarios quienes pagan esos excesos financieros”. Rodrigo Gómez calificaba de “ ‘ministros papeleros’ a todos aquellos que querían resolver, sin mirar el calendario, los tropiezos económicos. El dinero, decía, debe estar siempre respaldado por la producción de bienes y servicios”.[23]
Había que alejarse del espejismo inflacionario y de otras falacias vestidas de panacea. No había fórmulas mágicas de brujería para que un pueblo consiguiera el tan anhelado desarrollo económico. La grandeza de un país sólo podía lograrse mediante el trabajo eficaz y perseverante de todos sus ciudadanos, el esfuerzo cotidiano del ahorro y su aplicación a proyectos productivos y rentables. Según aquel banquero central sabio y juicioso, para alcanzar el progreso México debía transitar por la “espinosa vereda poblada de huizaches” que era la del trabajo fecundo, del ahorro y el cuidado del patrimonio. ¿Cómo podía contribuir el banco central con su política monetaria a que el país se mantuviera y avanzara por esa senda? La fórmula consistía en que mediante esa política se consiguiera un ambiente de estabilidad. La estabilidad no como un fin en sí mismo, sino como un medio para inducir en los agentes económicos las actitudes adecuadas del trabajo intenso, la inclinación al ahorro y la promoción de inversiones productivas. Nunca hubiera aceptado Rodrigo Gómez la peregrina idea de que la inflación era el precio que los países tenían que pagar para lograr el desarrollo económico: “…la estabilidad monetaria concebida… como un instrumento que fortalezca la confianza y aliente la formación de ahorro voluntario interno y su correspondiente inversión, estimulando el crecimiento equilibrado del país dentro de un ambiente de justicia social y no en una atmósfera propicia para las grandes especulaciones”.[24]
La estabilidad de precios por la que luchó Rodrigo Gómez nunca fue una finalidad en sí misma sino un medio para afianzar la confianza de los agentes económicos y por esa vía elevar el ahorro que es la base de la inversión productiva:
[Pero] con juicios superficiales o de mala fe, a veces se asocia el concepto de estabilidad con el de conservadurismo, con la parálisis y por tanto con falta de desarrollo y de progreso. De ahí la tendencia de los izquierdizantes o seudoizquierdizantes a considerar a los banqueros centrales como reaccionarios y conservadores. Resulta, pues, adecuado subrayar que la estabilidad que propugna el banquero central –y don Rodrigo fue ejemplo paradigmático– no tiene nada que ver con la inmovilidad o con la conservación de un estado de cosas. Se trata –en ello hay certidumbre, y quien pregona lo contrario incurre en una falacia– de una estabilidad que genera confianza… El proceso confianza-ahorro-inversión constituye el medio más sano de alcanzar el verdadero progreso económico.[25]
En suma, en sus célebres discursos de agosto de 1957 y noviembre de 1964 don Rodrigo nos legó unas reflexiones iluminadoras sobre las fuerzas de la inflación, a las que debe combatirse en todo momento. Sin embargo, poco o nada agregó el banquero central en esas u otras presentaciones respecto a los instrumentos de que la banca central debía valerse para librar esa batalla difícil y cotidiana. Por valiosos testimonios sobre tan relevante figura se sabe que una de esas armas fue la persuasión moral. A Rodrigo Gómez nunca le tembló la mano para poner en ejecución actos de autoridad –como se demostró en la aplicación del encaje legal a las financieras en 1958– y tampoco para decir “no” (como buen banquero que era), pero su tendencia natural siempre fue hacia el convencimiento de sus contrapartes. Miguel Mancera recordó que en materia de interlocución –y también de polémica– se estableció entre los secretarios de Hacienda y quien encabezaba el banco central una suerte de división del trabajo, según la cual don Rodrigo se encargaba de interactuar con los grupos reducidos: “su ámbito de acción más efectivo era el círculo reducido” y ahí desplegó su notable capacidad de persuasión. ¿Cómo era su actuación en esos círculos? Se ha evocado que con gran habilidad solía explicar los problemas en términos sencillos y en ocasiones exponía sus argumentos con metáforas ilustrativas “en formas no exentas de ironía y humorismo. Sabía convencer y también extraer una sonrisa de sus interlocutores”.[26]
Según el diccionario, persuasión significa el proceso destinado a cambiar la actitud o el comportamiento de una persona o grupo hacia algún evento, idea u objeto. En términos técnicos de la banca central, mediante la persuasión moral es posible conseguir “la espontánea y activa cooperación de los bancos comerciales” en cuanto a la regulación cuantitativa o cualitativa del crédito. La alternativa a la persuasión moral es la autoridad regulatoria de los bancos centrales, pero siempre es conveniente “crear una reacción psicológica menos desfavorable, puesto que la coacción legal o administrativa” [27] es causa de actitudes negativas y a veces frustrantes. Rodrigo Gómez conocía estas ventajas y por eso desplegaba “con gran destreza” su capacidad de convencimiento para lograr fines deseables. Además de sus habilidades personales estaba en posibilidad de recurrir a esa forma de intervención por su gran experiencia, su elevado conocimiento técnico de los asuntos en juego y de los bancos, y en particular, por su “ascendiente personal” sobre los banqueros que dirigían a los intermediarios regulados. A ello cabe agregar de manera importante “su gran estatura ética”, que le otorgaba considerable autoridad moral ante sus interlocutores. Así, la conjunción de todos esos factores le permitían a Rodrigo Gómez hacer sugerencias a quienes dirigían a los intermediarios regulados “con un grado razonable de seguridad de que serían atendidas”.[28]
¿Cómo veían los banqueros la interlocución con Rodrigo Gómez en su calidad de jefe de la banca central? Felizmente, se tiene el testimonio de uno de esos interlocutores –veterano de infinidad de aconteceres en esa relación difícil y agitada entre el banco central como regulador (principalmente mediante las conocidas circulares que expedía continuamente)– y los bancos en su calidad de regulados obligados a acatar las disposiciones del Banco de México. Varias ventajas ofrece ese testimonio del banquero Manuel Cortina, empezando por la del tiempo de actuación en que estuvo en contacto con Rodrigo Gómez. La relación se extendió durante más de tres lustros, ya que su primera conversación con aquel longevo director del Banco de México la tuvo en 1954 o 1955 y esa posición de privilegio se mantuvo hasta el año 1970. Una segunda ventaja provino de la posición de jerarquía desde la que dialogó con el banquero central y sus conocimientos sobre la materia que se muestran en su breve presentación con motivo del vigésimo aniversario del fallecimiento de Rodrigo Gómez.[29]
El primer recuerdo del banquero Cortina fue respecto a los discursos que pronunciaba Rodrigo Gómez en las convenciones bancarias. Las intervenciones ante tan importante foro eran aprovechadas por el director del Banco de México para dos propósitos. Primeramente, para analizar “algunos aspectos sobresalientes de la economía nacional con enfoques internos e internacionales”. En segundo lugar, aunque quizá de mayor relevancia, “Don Rodrigo siempre aprovechó la oportunidad de ese alto foro para dirigir mensajes y recomendaciones…” En ambos casos, los conceptos emitidos “revistieron el carácter de enseñanzas válidas y oportunas, destinadas al mejoramiento y superación de la banca privada”.
En adición a los acercamientos con motivo de las convenciones bancarias, en su tiempo también adquirieron celebridad las reuniones que Rodrigo Gómez celebraba con los banqueros tanto en grupo como individualmente. Con mucha frecuencia esas reuniones grupales se convocaron para que los funcionarios del Banco de México comentaran con los banqueros su decisión de elevar el encaje legal. En esas juntas don Rodrigo Gómez siempre solicitó la opinión de los banqueros asistentes, la cual escuchaba con gran interés. Ello a fin de honrar su convicción “de hombre práctico de que las autoridades monetarias y la banca privada” debían actuar con un espíritu de auténtica colaboración: “ellos en el ejercicio de su autoridad y dirección de la política económica y monetaria, y nosotros en su ejecución ante el público, por lo que era indispensable la armonía de los dos sectores”.
“Varias veces las propuestas de don Rodrigo nos supieron a píldoras amargas y en esas ocasiones saltó un atributo de su manera de ser, manifestado en que buscaba convencer, no imponer. Aunque el mal sabor de boca continuara en nosotros, al paso del tiempo acababa por convencernos de que lo pretendido era acertado”.[30]
Don Rodrigo no rehuía el diálogo y tampoco la confrontación. Así, siempre que estaba en gestación alguna medida regulatoria se convocaba a una reunión en el Banco de México, a la que por un lado asistían los banqueros y por el otro el director general acompañado de sus principales colaboradores. En esas juntas los banqueros expresaban los argumentos que consideraban necesarios para su defensa, a lo que el funcionario respondía y explicaba con gran cuidado y consideración. “En muchas ocasiones, para dejar que amainara la tormenta, se retiraba y nos dejaba con sus colaboradores para que continuaran las discusiones”. Todo era parte, ahora lo sabemos, de una estrategia de negociación cuidadosamente predeterminada. Al final de las deliberaciones, Rodrigo Gómez reaparecía y decía la última palabra, otorgando siempre a sus interlocutores algunas ventajas. En opinión de Cortina Portilla, ese banquero central “tenía la táctica de pedir más de lo que consideraba necesario, así es que al ceder en realidad lo que nos concedía era lo adicional”. Es decir, con esa manera de proceder dejaba a los banqueros “la satisfacción de haber ganado algo”. En realidad el resultado emanaba de la aplicación de una fórmula de negociación predeterminada, pero en lo personal “a don Rodrigo le encantaba el regateo”.
También en las reuniones individuales que llevaba a cabo el Banco de México con banqueros don Rodrigo “pedía las opiniones y puntos de vista de sus interlocutores”. Mediante ese procedimiento, “buscaba informaciones complementarias, para ilustrarse sobre posibles reacciones, con el propósito ya dicho de mantener la armonía”. Con mucha frecuencia, las reuniones de ese tipo se llevaban a cabo con funcionarios de bancos que se encontraban en problemas. En algunos casos era “para llamar la atención a los directivos de instituciones de crédito, por desviaciones cometidas”. Acto seguido venía una cuidadosa argumentación por parte de don Rodrigo para persuadir a esos funcionarios sobre la conveniencia de enmendar el camino. Y en la forma de sugerencias aportaba vías de acción para que se “corrigieran las irregularidades”. Esto, como “muestra de otra manera de ser de don Rodrigo: era firme y apretaba, pero no ahorcaba”.
[L]a política de don Rodrigo de mantener constantemente el orden tuvo trascendencia. La tuvo en relación con la banca privada, pues confirmó la conveniencia de actuar permanentemente de acuerdo con los principios de la sana práctica bancaria y esto se tradujo en el patente crecimiento de las instituciones. Además, el celo de don Rodrigo por el orden fue un instrumento importante para mantener lo que siempre estuvo en su mente: el fortalecimiento de la confianza en el sistema bancario.[31]
[1] Entrevista Sergio Ghigliazza-etd, abril de 2015.
[2] Ibid.
[3] Mario Ramón Beteta, “Don Rodrigo Gómez: su estilo, su tiempo”, en Rodrigo Gomez. Vida y obra, México, Banco de México/fce, 1991.
[4] Entrevista Miguel Mancera-etd, abril de 2015.
[5] Entrevista Gerardo Cuenca-etd, mayo de 2015.
[6] Beteta, op. cit., reimp., 1992, p. 21.
[7] Banco de México, “Actas del Consejo de Administración”, lib. 20, p. 124, 17 de marzo de 1952, acta 1436.
[8] Entrevista Miguel Mancera Aguayo-etd, enero de 2015.
[9] Beteta, op. cit., reimp., 1992, pp. 35-36.
[10] Miguel Mancera Aguayo, “En el XX aniversario de su fallecimiento”, en Rodrigo Gómez. Vida y obra, op. cit., 1991, p. 100.
[11] Gustavo Petricioli, “Semblanza de un gran mexicano”, en Rodrigo Gómez. Vida y obra, op. cit., p. 171.
[12] Rodrigo Gómez. Vida y obra, op.cit., pp. 23, 17, 91 y 170-171.
[13] Miguel de la Madrid Hurtado, “Presentación”, en Rodrigo Gómez. Vida y obra, op. cit., p. 10.
[14] Miguel Mancera Aguayo, “En el XX aniversario de su fallecimiento”, op. cit., pp. 91, 94, 97-98, y en el mismo libro el texto de Gustavo Petricioli Iturbide, “Semblanza de un gran mexicano”, p. 169.
[15] Rodrigo Gómez. Vida y obra, op. cit., pp. 9-10.
[16] Beteta, op. cit., reimp., 1992, p. 27.
[17] “Conferencia a los participantes en el V Programa de Enseñanza Técnica del cemla”, agosto de 1957, “Primer programa de conferencias de la Fundación Per Jacobsan”, noviembre de 1964, en Textos de Rodrigo Gómez (1953-1967), México, s.e., s.f., pp. 107-114 y 145-157.
[18] Rodrigo Gómez, “Ponencia en el primer programa de conferencias de la Fundación Per Jacobson”, en Textos de Rodrigo Gómez…, op. cit., pp. 145-157.
[19] Textos de Rodrigo Gómez..., op. cit., p. 152.
[20] Ibid., pp. 152-153.
[21] Ibid., pp. 110-111.
[22] Rodrigo Gómez. Vida y obra, op. cit., p. 100.
[23] Antonio Ortiz Mena, en Textos de Rodrigo Gómez (1953-1967), op. cit., p. XI.
[24] En Rodrigo Gómez. Vida y obra, op. cit., p. 101.
[25] Beteta, op. cit., pp. 30-31.
[26] Rodrigo Gómez. Vida y obra, op. cit., p. 96.
[27] M.H. de Kock, Banca central, México, fce, 4a. ed., 1964, p. 252.
[28] Testimonio de Mario Ramón Beteta, en Rodrigo Gómez. Vida y obra, op.cit., p. 40.
[29] Manuel Cortina Portilla, en Rodrigo Gómez. Vida y obra, 1992, pp. 305-317.
[30] Ibid., p. 307.
[31] Ibid., pp. 307-308.