Historia del Banco de México
Eduardo Turrent Díaz


Tomo XII: Barruntos de tormenta
I. Embates a la confianza

 

3. México y la revolución cubana

 

En un principio las relaciones de México con el gobierno revolucionario que había tomado el poder en Cuba fueron fáciles. Para muchos observadores eran evidentes los paralelismos entre la Revolución Cubana y la Mexicana. Los problemas empezaron a aflorar en la medida en que el régimen cubano se fue radicalizando hasta vincularse en forma definitiva con el bloque soviético. El panorama de la relación entre México y Cuba fue siempre complicado porque incidían para enturbiarlo dos factores internos muy importantes y una fuerza que provenía del exterior. Uno de esos factores es que en México la opinión pública nunca fue consensual con respecto al régimen cubano e incluso llegó a polarizarse con la radicalización de ese gobierno. El otro factor, de gran peso, es que en materia de política internacional México contaba con una doctrina propia y una tradición que respetar. Por años México había impulsado en los foros internacionales la tesis sobre el respeto a la soberanía, la libre autodeterminación de los pueblos y la negativa a cualquier forma de injerencia exterior en los asuntos internos de los países. Y para complicar ese panorama, gravitó de manera permanente sobre México la presencia y la influencia de Estados Unidos: el oponente global implacable de la Unión Soviética.

Así, el marco de referencia insalvable para la relación de México con el gobierno cubano fue la llamada Guerra Fría: el enfrentamiento irreductible entre la planificación y la economía de mercado; el gobierno democrático y la dictadura del proletariado; una verdad absoluta y la diversidad de opiniones públicas con tolerancia; el Este del globo contra el hemisferio occidental. Esa confrontación era tan profunda y tan general que a un país, a cualquier país, le resultaba prácticamente imposible una ubicación de completa neutralidad entre ambos bandos. En México era significativa la existencia de grupos de izquierda que si bien veían con reticencia una identificación completa de su causa con la Unión Soviética y sus países aliados, con el gobierno revolucionario de Cuba la entrega fue siempre prácticamente incondicional. Si bien el presidente López Mateos y sus principales colaboradores no lo sabían desde un principio, comprobaron posteriormente ese compromiso indeclinable, lleno de entusiasmo y cuya retórica buscaba identificación con la leyenda bíblica de David y Goliat.

México había venido impulsando con gran paciencia y perseverancia la doctrina de la no intervención desde tiempos anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Una motivación importante en la conformación de ese enfoque había sido establecer una tradición de autonomía diplomática con respecto a Estados Unidos o a cualquier otra potencia con poder global. De hecho, México había trabajado mucho para que el principio de no intervención fuera reconocido como base esencial de las relaciones interamericanas. Un primer gran logro en ese sentido se obtuvo en la Conferencia de Montevideo que se celebró en 1933. Y una consolidación aún más significativa se consiguió en ocasión de la conformación de la Organización de Estados Americanos (OEA). La campaña rindió frutos: los principios de no intervención y de autodeterminación de los pueblos quedaron incorporados en la carta constitutiva de ese organismo. Así, cuando el régimen revolucionario de Cuba chocó contra los Estados Unidos, el gobierno de López Mateos decidió que la política exterior de México se siguiera apoyando en esos principios, por los cuales México tanto había luchado en los foros de la diplomacia mundial.[1]

En México, los líderes empresariales y sus bases nunca parecieron entender esas sutilezas en materia de teoría de la diplomacia. Si el sistema económico de México era el de economía mixta y el papel del sector privado era clave para su funcionamiento, no podían entender por qué en el orden de las relaciones internacionales se hicieran declaraciones y se llevaran a cabo acciones desconcertantes que creaban incertidumbre y confusión. A sus ojos, no eran convenientes las declaraciones que se prestaban a la interpretación de que en México se veían con simpatía las propuestas económicas de corte estatista. Fue por esas incomprensiones, que el secretario de Hacienda y otros funcionarios de elevada jerarquía decidieran reunirse periódicamente con los grupos empresariales para explicarles que en términos de política exterior México tenía que verse independiente frente a los Estados Unidos pero que esa postura no tenía nada que ver con el hecho de que el país tenía convicciones inamovibles en favor de la economía de mercado y que apreciaba grandemente el papel que la iniciativa privada cumplía en favor del desarrollo del país.

En síntesis, la relación de México con el gobierno revolucionario de Cuba siempre fue delicada y con susceptibilidad a caer en crisis. De todos los episodios de crisis, el que mayores problemas causó fue cuando el vicepresidente Osvaldo Dorticós visitó México hacia mediados de 1960. El gobierno mexicano organizó para ese dignatario actos de bienvenida muy entusiastas y ese hecho despertó inquietud en algunos grupos sociales. A pocos días, sobrevino la decisión del Congreso estadounidense de reducir la cuota de importación de azúcar que se le tenía concedida a Cuba. Al conocerse en México esa medida, las manifestaciones de solidaridad con el gobierno revolucionario de la isla no tardaron en aflorar. El senador Emilio Sánchez Piedras, presidente de la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, hizo una de las declaraciones más sonadas:

“En este momento, cuando nuestro vecino del norte parece cerrar las puertas de su amistad a los anhelos del pueblo cubano de vivir en libertad e independencia económica, nosotros, los representantes del pueblo de México, le reiteramos al pueblo cubano nuestra actitud de solidaridad”.[2]

En síntesis, las declaraciones en favor de la Cuba revolucionaria se sucedieron en cadena. Todo empezó con una declaración del presidente del Senado, Manuel Moreno Sánchez, en el sentido de que México “era un país de izquierda”. Semanas después, el presidente del PRI, Alfonso Corona del Rosal, agregó que México sí era un país de izquierda, pero de “atinada izquierda”. Y el presidente López Mateos intentó infructuosamente corregir el efecto desestabilizador de esas declaraciones puntualizando que México era efectivamente un país de atinada izquierda pero “dentro de la Constitución”. La aclaración resultó insuficiente para sofocar la desconfianza que ya había despertado en los grupos empresariales todo el incidente a partir de la visita de Dorticós.

La reacción a esas declaraciones por parte de la prensa estadounidense y de algunos círculos políticos de Estados Unidos fue particularmente virulenta. El diario New York Herald Tribune comentó, por ejemplo, que el incidente “había provocado una tensión en las relaciones mexicano-norteamericanas no contemplada desde los años de la expropiación petrolera”. El Departamento de Estado solicitó de inmediato “aclaraciones” al embajador mexicano en Washington sobre el significado de las declaraciones de Sánchez Piedras, y la medida en que éstas pudieran reflejar la política exterior del gobierno mexicano. Simultáneamente, el embajador de Estados Unidos tuvo una prolongada audiencia con el secretario de Relaciones Exteriores de México para transmitirle la preocupación de su gobierno por las declaraciones de ese legislador. Ello dio lugar a que el canciller Tello emitiese un comunicado oficial señalando, en pocas palabras, que de acuerdo con la Constitución la diplomacia de México era responsabilidad del Poder Ejecutivo y no del Congreso.[3]

La polvareda que se levantó con las declaraciones procubanas –especialmente la de Sánchez Piedras– fue tanta, que, como se ha dicho, el propio presidente López Mateos tuvo que intervenir para calmar el furor. López Mateos que era un político muy fino y magnífico dialéctico, hizo una rectificación a lo dicho por Sánchez Piedras en el sentido de que “México era efectivamente un país de atinada izquierda, pero siempre dentro de la Constitución”. Esa contestación era muy clara, ya que en la medida en que la Constitución de México no consagraba una organización socialista para el país, éste no podía ser socialista en el mundo de los hechos, es decir en la práctica. Pero por desgracia, muchos grupos de la sociedad mexicana no hicieron la anterior lectura a partir de las aclaraciones de López Mateos y la intervención del presidente no logró su cometido de calmar plenamente la desconfianza.

La intranquilidad que esos hechos empezaron a despertar se manifestó en rumores desestabilizadores, declaraciones públicas y privadas de líderes empresariales manifestando su incertidumbre con respecto al rumbo futuro de México y reclamaciones veladas a funcionarios importantes del gobierno, sobre todo perteneciendo éstos al sector económico-financiero. Las fugas de capital y la retracción de la inversión propiciadas por un ambiente de desconfianza se iniciaron de manera incipiente. Pero es en los inicios de éstas cuando debe intervenirse para atajar la formación de una espiral de desconfianza. El peligro es que las espirales pueden formarse muy rápidamente. A manera de ejemplo, a la luz de la política adoptada por México hacia Cuba, pero en lo específico en respuesta a las declaraciones de Sánchez Piedras, unos empresarios de Monterrey señalaron a través de una publicación importante, que “las declaraciones aventuradas sobre la izquierda pronunciadas por altos funcionarios y las palabras de ese legislador habían dado como resultado una demanda extraordinaria de dólares y la reanudación de la fuga de capitales”.[4] Ciertamente esta reacción fue algo que en ese momento preocupó mucho a las autoridades mexicanas.[5]

En respuesta a esas circunstancias, el gobierno hizo un gran esfuerzo para contrarrestar ese tipo de actitudes desestabilizadoras. A tal fin se habló con muchos grupos para explicarles que una cosa era la retórica diplomática destinada principalmente a los grandes foros internacionales y otra la actitud decidida de apoyo para la empresa mexicana que tenía la administración de López Mateos. Con todo, todavía hacia noviembre de ese año de 1960 vio la luz pública un famoso desplegado (al que se alude más adelante en este capítulo) suscrito mancomunadamente por la Concanaco, la Concamin y la Coparmex. El título era indicativo de las inquietudes que rondaban la mente de los empresarios mexicanos: “¿Por cuál camino, señor Presidente?”.[6]

Lo anterior sucedió durante la segunda mitad de 1960; poco tiempo después del anuncio de la nacionalización eléctrica que se hizo con Zócalo lleno el 27 de septiembre. Dado que ese acontecimiento tuvo verificativo posteriormente al surgimiento de las inquietudes, resultó muy oportuno que a nivel internacional hubiera noticias de que dicha nacionalización no había sido una medida de tipo socializante. Así, en las reuniones anuales correspondientes a 1960 del FMI y del Banco Mundial a finales de septiembre y principios de octubre, Ortiz Mena tuvo la oportunidad de hablar con banqueros y financieros internacionales sobre la política económica de México y sobre la filosofía política del régimen de López Mateos.

Al observador contemporáneo le parecerá extraño que en México se extendiese un apoyo tan amplio al régimen de Castro. Pero uno de los factores que deben tomarse en cuenta es que hacia esa época de 1960, la Revolución Cubana aún no se había radicalizado hacia el comunismo. Incluso, entre ella y la Revolución Mexicana parecían existir coincidencias notables. En un principio, la Revolución Cubana se presentó como un mero movimiento nacionalista similar al ocurrido en México entre 1910 y 1920. Al derrocar a Batista los revolucionarios cubanos definieron un programa de gobierno de “avanzada”, ya que la inmensa mayoría de las inversiones en Cuba eran de capital norteamericano. Pero en ese inicio no fueron más allá de eso.[7]

Seguramente algunos de aquellos barbudos revolucionarios ya anidaban en su corazón la esperanza de un giro de su país hacia el socialismo, pero probablemente no era ese el caso –al menos en un principio– de Fidel Castro. Castro había leído mucho sobre la Revolución Mexicana y se sentía identificado con ella. En reiteradas ocasiones señaló que muchos de los problemas de Cuba podrían resolverse con fórmulas ya ensayadas por México sin provocar un enfrentamiento frontal con los Estados Unidos. Incluso, a mediados de 1959 Castro realizó una visita muy exitosa a los Estados Unidos en donde tuvo una recepción muy cálida. Tan exitosa fue esa gira, que durante la misma celebró una entrevista con el vicepresidente Nixon que duró más de dos horas. Todo ello hizo a muchos observadores acariciar la esperanza de que el gobierno castrista no tomaría medidas verdaderamente radicales y desestabilizadoras. Sin embargo, la retórica de los revolucionarios cubanos se fue radicalizando paulatinamente y ello asustó a las autoridades norteamericanas y a la opinión pública de los Estados Unidos.

Durante las primeras etapas de acomodo de la revolución cubana, su líder Castro Ruz desplegó un gran interés en atraer la simpatía de ciertos grupos políticos e intelectuales de Latinoamérica, y México no fue la excepción. Así, muchos de los llamados intelectuales latinoamericanos progresistas viajaron a la isla. De México, el invitado más sobresaliente resultó ser el expresidente Lázaro Cárdenas. Ya en Cuba, Fidel Castro presentó públicamente a Cárdenas como uno de los máximos líderes de otra revolución a la que todos ellos admiraban y le organizó varios homenajes. Estos actos no pasaron desapercibidos a los ojos del gobierno estadounidense y quizá haya sido una de las múltiples razones por las que se convenció el Presidente Eisenhower de que “había que hacer algo con respecto a Cuba”.

En México, un momento clave en la preocupación que despertó entre los empresarios el caso de Cuba fue la publicación en los diarios del país del desplegado a plana entera “¿Por cuál camino, señor Presidente?”.[8] Se argumentaba en dicho desplegado que los grupos de la iniciativa privada veían “con positiva intranquilidad” que el gasto público y la política económica hubieran tomado un camino contrapuesto con “los principios consagrados en la Constitución Política y puestos en práctica por los diversos Gobiernos Revolucionarios”. La preocupación general era que a través de un intervencionismo creciente México se encaminara hacia un régimen de “socialismo de Estado”. La crítica principal en el desplegado tuvo que ver con el destino que se estaba dando al gasto público, cuando los servicios esenciales del Estado en materia de seguridad, educación, de caminos, etc., “se encuentran muy lejos de estar satisfechos”.

Según noticias, el presidente López Mateos dio instrucciones para que el secretario de Hacienda, Antonio Ortiz Mena, y el secretario de Industria y Comercio, Raúl Salinas Lozano, dieran respuesta a las preocupaciones manifestadas en el desplegado por las organizaciones empresariales. Uno de los argumentos fue que en el manejo del gasto público el compromiso fundamental del Estado era con los programas sociales de mayor prioridad. Se agregó, asimismo, que en muchos casos en que el gobierno se había decidido a participar en sectores tradicionalmente reservados a la iniciativa privada lo había hecho a petición expresa de empresarios. Y el mensaje fundamental era que en todo momento el gobierno de México había respetado y valorado la participación de la iniciativa en el desarrollo nacional:

“Con frecuencia la iniciativa privada ha solicitado la ayuda del Gobierno para el mejor desenvolvimiento de sus negocios y siempre ha encontrado una franca y amistosa acogida. Muchas empresas están consolidadas debido a la amplia y oportuna intervención del Estado a su favor… El Estado apoya e impulsa a la iniciativa privada… y tiene la obligación de fomentar el sano desarrollo del país poniendo en actividad económica los recursos naturales. Así,… (también ofrece) a la iniciativa privada la posibilidad de desenvolver nuevas actividades en campos antes no accesibles por falta o insuficiencia de capitales privados…”.[9]

En síntesis, las relaciones de México con el régimen revolucionario de Cuba y las tensiones que se producían por la confrontación entre el bloque soviético y las democracias de Occidente despertaron en México una ola de desconfianza. Hasta que no se disiparon plenamente las dudas, hubo fugas de capital y una visible reducción de la inversión privada, tanto interna como externa, lo que se reflejó en una disminución del saldo de la cuenta de capitales. Ortiz Mena ha relatado que para hacer frente coyunturalmente a esa situación se tomó la decisión de acudir en 1961 con el Fondo Monetario Internacional obteniendo un financiamiento compensatorio por 45 millones de dólares.[10]

El año de 1961 fue difícil para la economía mexicana. Si bien la tasa de crecimiento económico se redujo con respecto de la del año precedente, aun así terminó en 4.7 por ciento. Y también muy importante fue que la inflación cerrara el año en aproximadamente 1.7 por ciento y que hacia el último trimestre la actividad económica ya mostrara signos de repunte con recuperación de la inversión privada. De hecho, ése fue el panorama en que se inició 1962 e incluso en el mes de junio fue cuando el presidente Kennedy hizo una visita a México que resultó sumamente exitosa. No obstante, nubes de dificultades empezaron a ensombrecer de nueva cuenta el escenario cuando el gobierno de Estados Unidos descubrió que la Unión Soviética intentaba instalar armas atómicas en Cuba. Se iniciaba un nuevo episodio de inestabilidad. Y a raíz de esos acontecimientos surgieron nuevamente rumores de inestabilidad, se desataron incipientemente fugas de capital y se redujo la inversión privada.


[1] Olga Pellicer de Brody, México y la Revolución Cubana, México, El Colegio de México, 1972, pp. 7, 9-10, 15-18 y 38-40.

[2] Pablo Marentes (Ed.), Presencia Internacional de Adolfo López Mateos, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1963, p. 580.

[3] Pellicer, op. cit., pp. 66-67.

[4] Industria, México, julio de 1960.

[5] Entrevista Antonio Ortiz Mena-ETD, 1998.

[6] Excélsior, 24 de noviembre de 1960, p. 23.

[7] Entrevista Antonio Ortiz Mena–ETD, 1997.

[8] Ver, por ejemplo, el diario Excélsior, 24 de noviembre de 1960, p. 23-A.

[9] Entrevista Antonio Ortiz Mena-ETD, marzo de 1999.

[10] Antonio Ortiz Mena, El Desarrollo Estabilizador. Reflexiones sobre una época, México, El Colegio de México y Fondo de Cultura Económica, México, 1998, p. 92.

Regresar al principio