Historia del Banco de México
Eduardo Turrent Díaz


Tomo XIII: Durante el Desarrollo Compartido
IV. El FMI y México

 

10. Indefinición reformista

 

Los problemas en el sistema monetario internacional se mantenían en gestación pero como abriendo una suerte de paréntesis, en el gozne entre las décadas de los sesenta y setenta, las relaciones del Banco de México con el FMI continuaron normalmente en un tono de aparente rutina. Un aspecto no precisamente del ámbito de esa relación pero relativo a la inserción de México en el sistema monetario global tuvo que ver con el “Convenio de Apoyo Recíproco (swap) entre el Banco de México y el Sistema de la Reserva Federal” de Estados Unidos. En diciembre de 1970 se aprobó en el Consejo de Administración la renovación de ese acuerdo por un año más. Con un importe de 130 millones de dólares, esa cantidad era equivalente poco menos al 16 por ciento del saldo que la reserva internacional mostraba al cierre de 1970, entendiéndose que el acuerdo mencionado formaba parte de lo que se consideraba la reserva secundaria del Banco de México.[1] Poco tiempo después, el director Fernández Hurtado informó en el Consejo que había quedado aumentada la cuota de México en el FMI de 270 a 370 millones de dólares con lo cual “la fracción oro” a favor del país se había elevado de 67.5 a 92.5 millones de dólares. Y para concluir su intervención el funcionario puntualizó que con la nueva cuota en el FMI la “línea secundaria de reserva” del Banco de México se ubicaba en 600 millones de dólares que se distribuían de la manera siguiente: 100 millones del convenio de estabilización con el Tesoro de E.U., 130 millones del convenio swap con la Reserva Federal y 370 millones con el FMI. Asimismo, poco después se informó en el propio Consejo que en el FMI se había acordado la segunda asignación de DEG en su historia. Habiendo sido el saldo total de esa asignación de 3 mil millones de dólares y considerando que ese reparto se había efectuado a razón de 10.7 por ciento sobre la cuota de cada país México había recibido una partida adicional de DEG por 87.4 millones de dólares.[2]

Finalmente ocurrió lo que muy pocos predijeron que sucedería. El clímax de la crisis se alcanzó cuando al poco tiempo, en mayo de 1971, el gobierno de Estados Unidos decretó la desvinculación de la moneda estadounidense del oro, lo que equivalía a algo que por mucho tiempo muchos supusieron una imposibilidad: la devaluación del poderoso U.S. dollar. En el orden institucional esa medida implicó el final del arreglo monetario que el propio Estados Unidos había impuesto en Bretton Woods con un sistema de tasas de cambio fijas aunque revisables pero en el cual el ancla inamovible sería la relación oficial entre el oro y la moneda estadounidense a razón de 35 dólares por onza troy. El caso fue expuesto con todo pormenor por el director Fernández Hurtado en la sesión de Consejo del 27 de mayo de 1971. El funcionario empezó diciendo que el problema de “las recientes modificaciones en los tipos de cambio del dólar con las monedas europeas se había plasmado en un memorándum que con oportunidad se presentó a la atención del Secretario de Hacienda Margáin” y que posiblemente correspondiera al documento que Alfredo Phillips recordaba haber preparado en su momento sobre dicho tema para las autoridades del banco central. Si bien no se encontró en los archivos institucionales un ejemplar de ese documento, en la sesión correspondiente Fernández Hurtado se permitió “dar una versión esquemática para la información de los señores Consejeros”. En esa exposición, el funcionario explicó primeramente las condiciones por las cuales los países de Europa además del Japón habían empezado a recibir “un influjo creciente de dólares que elevó extraordinariamente las reservas de sus bancos centrales en esa divisa”. Antes de eso aclaró que esas “grandes cantidades de dólares” que habían “ingresado a los mercados europeos” se habían sentido “atraídas por el diferencial de tasas de interés existente entre las del mercado norteamericano (sic.) y las de los mercados europeos”. La disminución de las primeras había sido inducida “por la administración del Presidente Nixon con el objeto de alentar la actividad económica y reducir el desempleo”. Las autoridades europeas, ante la imposibilidad de cerrar ese diferencial de tasas mediante su política monetaria “por la lucha contra la inflación en la que están empeñados”, no tuvieron más remedio que permitir que sus tipos de cambio se revaluaran.

Los hechos anteriores han sido muy ampliamente explorados en la literatura especializada. Lo que ha estado prácticamente inédito es el tema de cómo se juzgaron desde México esos muy importantes acontecimientos y sobre todo explicar los fundamentos de las decisiones cambiarias y monetarias que a continuación adoptaron las autoridades del país... A este respecto, el director Fernández Hurtado hizo un muy cuidadoso análisis de las opciones de política que habían tenido frente a sí las autoridades de Estados Unidos ante el fenómeno de “las grandes cantidades de dólares” que habían fluido a los mercados europeos y al Japón. En opinión del banquero central, ante la situación descrita la política económica estadounidense había tenido ante sí dos caminos alternativos: aplicar una estrategia muy enérgica de contención para de esa manera corregir el déficit de su balanza de pagos o permitir, como finalmente se había acordado, la devaluación de su moneda. Según Fernández Hurtado no habría resultado benéfico para México que las autoridades estadounidenses siguieran ese primer rumbo de acción. Si en ese país se hubiese elevado la tasa de interés para corregir la salida de capitales ese hecho habría encarecido los préstamos estadounidenses para México. Asimismo, si ese país hubiera buscado “ajustar su balanza de pagos disminuyendo su actividad económica y manteniendo a una tasa baja el nivel de su empleo interno se habría reducido la demanda estadounidense para los productos mexicanos, se habría reducido el precio de las exportaciones y se habría desalentado la salida de turistas a México”. En consecuencia, el rumbo más favorable para México habría sido “que los países europeos tomaran fundamentalmente a su cargo el peso de las medidas de ajuste”, situación que parecía por momentos la más viable dado que había indicios de que la administración norteamericana no deseaba “elevar sustancialmente las tasas de interés ni reducir la renaciente actividad económica”. Así, la administración Nixon había optado por devaluar el dólar acompañando esa medida de política cambiaria con otras complementarias de naturaleza comercial. Y para concluir esa explicación, Fernández Hurtado destacó la muy escasa o nula participación que había tenido el FMI “en la coordinación de las medidas adoptadas, cosa que parece no ser adecuada ni conveniente”.

Acto seguido, el director del Banco de México pasó al tema de cuál debería de ser la reacción de la política cambiaria del país frente a la devaluación del dólar en su relación con varias monedas europeas y con el yen. Al respecto, empezó diciendo el funcionario en relación a “la situación del peso mexicano” que a su juicio no existía “la menor duda sobre la conveniencia de mantener nuestro régimen cambiario actual”. La primera razón en apoyo de ese criterio era que “la posición de reservas del Banco de México [se encontraba] fuerte y la tendencia al ingreso de dólares del exterior [era] marcada…”. En segundo lugar, pero no de menor importancia, la situación de la cuenta corriente de México no justificaría una modificación del tipo de cambio, ya que con esa medida no se “aumentaría sustancialmente nuestra exportación, determinada por una producción bastante inelástica a corto plazo…”. En ese mismo sentido, una modificación del tipo de cambio llevaría también a un encarecimiento de las importaciones de México las cuales estaban “constituidas en muy amplia proporción por bienes de capital y materias primas industriales”. Finalmente, tampoco tendría ningún fundamento proponer un ajuste del tipo de cambio del peso en el sentido opuesto a una depreciación. Es decir, una revaluación del peso mexicano limitaría las posibilidades del país de aumentar exportaciones y turismo “a la vez de incrementar, las importaciones y los gastos de los mexicanos en el exterior…”. A juicio del funcionario, estas dos últimas tendencias resultarían “totalmente contrarias a los esfuerzos que se [estaban] haciendo para mejorar la situación de nuestra balanza de pagos”.

Legalmente, el Consejo de Administración carecía de facultades para tomar una decisión de política cambiaria. Por esa razón, el tema fue llevado al conocimiento y discusión de la Comisión de Cambios y Valores que estaba integrada únicamente por consejeros la serie A con la participación del director Fernández Hurtado. Los acuerdos que se tomaron fueron únicamente puestos en conocimiento del Consejo en tres breves puntos fundamentales. Primero, en cuanto a que el Banco de México mantendría inalterado el tipo de cambio del peso con respecto al dólar de Estados Unidos en el nivel de 12.50 que se había establecido desde el año de 1954. En segundo término se confirmaron en ese órgano las características tradicionales de la moneda de México de tener “libre convertibilidad y transferibilidad, propios del sistema cambiario vigente en nuestro país”. Finalmente se informó que las decisiones anteriores serían puestas en conocimiento del Fondo Monetario Internacional, en respuesta a las solicitudes que ese organismo había presentado “sobre las medidas que, en su caso, adoptará México en relación con los recientes acontecimientos monetarios internacionales”.

El director Fernández Hurtado siguió informando puntualmente al Consejo sobre la situación de inestabilidad que caracterizó al sistema cambiario internacional después de esa primera devaluación del dólar. Aunque dichos informes estuvieron siempre marcados por la preocupación que despertaba esa inestabilidad, entre las autoridades mexicanas nadie imaginó que a la vuelta de la esquina la moneda estadounidense caería en una nueva crisis devaluatoria. Así, a poco tiempo de ese primer evento traumático, el director Fernández Hurtado explicaba en el Consejo que la situación en los mercados cambiarios y monetarios de los principales países industrializados se había caracterizado “por la intensificación de las presiones” en razón de la especulación que se había desatado “en torno a la paridad de algunas monedas, las políticas diferenciales de tasa de interés y el desequilibrio persistente de la balanza de pagos norteamericana”. Toda vez que no se había llegado a acuerdo sobre “la posición del dólar”, en el Grupo de los 10 se estaba pensando en aislar del mercado de eurodólares las tenencias oficiales de esos países además de invitar la participación de otros bancos centrales en ese mecanismo “con el propósito de reducir la oferta total en dicho mercado y reducir una fuente importante de inestabilidad”. Y apenas en octubre de ese año se mencionaba en ese órgano que en las reuniones monetarias internacionales se había seguido hablando sobre “la necesidad de obtener un realineamiento de las principales monedas y una estructura adecuada de los tipos de cambio que permitan el satisfactorio crecimiento del comercio y estimular el flujo de fondos internacionales, especialmente para los países en desarrollo”. En suma, se confirmó la conveniencia “de mejorar el proceso de ajuste internacional de las monedas”, de que se fortaleciera el papel del FMI como el organismo idóneo para el tratamiento de los asuntos cambiarios y monetarios globales y de convertir a los DEG en el principal instrumento de pago y de reserva. En particular, el ministro de Hacienda Margáin insistió en la importancia “de impulsar la tesis de que no se llegara a un arreglo del sistema cambiario internacional sin la participación de los países en desarrollo” y particularmente de los latinoamericanos.[3]

La devaluación de la moneda de E.U. con respecto al oro de 35 a 38 dólares la onza troy obligó a hacer ajustes en la relación de México con el FMI. La decisión de mantener la paridad del peso en 12.50 por dólar requirió, por derivación, que también se solicitase al Fondo la modificación de la equivalencia de la moneda mexicana con el oro (de 0.071098 a 0.065481 gramos de oro fino por peso). En razón de esa modificación y a fin de “mantener el valor oro” de la participación de México en el organismo, tendría asimismo que aumentarse el tramo de la moneda mexicana en el organismo en aproximadamente 292 millones de pesos. El director Fernández Hurtado dijo a continuación que esa acción no modificaba, sin embargo, el saldo a disposición del país en el organismo que se conservaba en 370 millones de dólares. Y lo importante en esa sesión de la Comisión de Cambios y Valores es que los integrantes de ese órgano ya preveían la posibilidad de otra devaluación del dólar, quizá en razón de los serios problemas de balanza de pagos que experimentaba Estados Unidos. De ahí la propuesta en el sentido de que “de formalizarse una nueva paridad del dólar con el oro”, el Banco de México solicitase al FMI el ajuste correspondiente en la relación equivalente del peso con el oro.[4]

Visiblemente, los integrantes de la Comisión de Cambios y Valores tuvieron voz de profeta y en febrero de 1973 se discutía en su seno ese nuevo ajuste de la moneda estadounidense en la magnitud de 10 por ciento en relación con el DEG. En reacción a ese episodio, señaló el director Fernández Hurtado, “en una reunión con el Presidente de la República [Luis Echeverría] y después de un amplio cambio de impresiones con el señor Secretario de Hacienda [Hugo B. Margáin] y el propio Director del Banco de México” se había nuevamente considerado conveniente mantener inalterado “el tipo de cambio de 12.50 pesos mexicanos por dólar”. Y de manera muy importante, a continuación ese funcionario explicó las cinco razones en que se había fundado esa decisión. Primeramente, el mantenimiento de ese tipo de cambio permitiría “un volumen creciente de exportaciones” además de que facilitaría “la realización de las transacciones de México con el exterior a niveles satisfactorios y en congruencia con el monto de las reservas”. Al respecto, era de relevancia señalar que al tipo de cambio de 12.50 pesos por dólar la reserva bruta del Banco de México se había elevado de 1 020 millones de dólares en diciembre de 1971 a 1 342 millones en enero de 1973. Asimismo, era previsible que esa paridad del tipo de cambio no impidiera “un satisfactorio crecimiento de la actividad económica del país” a la vez que ofrecería “seguridad y estabilidad a las transacciones comerciales y de inversión entre México y Estados Unidos, que representan entre el 80 y el 90 por ciento de nuestras operaciones de mercancías y servicios con el exterior”. En el mismo sentido, el mantenimiento de la paridad también permitiría “a las industrias y al comercio que adquieren productos de los Estados Unidos –país del que importamos la mayor parte de nuestras materias primas y bienes de capital– contar con condiciones estables que facilitan las actividades productivas”. Por último, la conservación de la paridad proporcionaría “una razonable protección a los ingresos de las mayorías al impedir que en el ámbito interno se presenten fenómenos inflacionarios de origen externo, que pueden afectar considerablemente los niveles de precios domésticos y la capacidad de compra de la población…”. Esa paridad también coadyuvaría a “mantener la confianza de los inversionistas en títulos de renta fija, con la estabilidad del tipo de cambio con el dólar norteamericano”.[5]

Si bien las devaluaciones del dólar efectivamente socavaron los fundamentos del sistema de paridades fijas que se había creado en Bretton Woods, esa destrucción no significó que a continuación la totalidad de las monedas entraran a un régimen de flotación sin orden. De hecho, hubo una variedad de casos, entre ellos el muy singular de Francia que puso en ejecución un sistema dual de cambios. Y ese ejemplo fue seguido por las 14 divisas que formaban parte de la zona del franco francés. Otro grupo muy diverso de países entre los que se encontraron Ceylán, Ghana, India, Kenya, Nigeria, Paquistán, Sudáfrica, Sudán y Tanzania cambiaron la referencia de sus monedas de la libra esterlina al dólar. En América Latina Brasil y Colombia entraron temporalmente a un régimen de flotación como lo hicieron también los principales países de Europa Occidental excepto Francia además de Canadá y Japón. Pero los experimentos brasileño y colombiano fueron excepcionales en Latinoamérica. Aunque el caso de México era verdaderamente único por su vecindad con e.u. prácticamente el resto de los países del subcontinente decidieron mantener su tipo de cambio indefinidamente contra el dólar de Estados Unidos.[6]

En paralelo a las devaluaciones del dólar, otras cuestiones de menor relevancia fueron discutidas en el Consejo con respecto al sistema monetario internacional. Entre ellas estuvieron los aumentos de las cuotas en el FMI, los convenios swap entre bancos centrales, las devaluaciones de otras monedas y en particular los problemas que le plantearon al Banco de México las espirales alcistas que sufrieron en el periodo el oro y la plata. Como conviene recordar, aunque desde Bretton Woods la comunidad internacional se había opuesto a que el metal blanco tuviese funciones monetarias, México en su calidad de gran productor tradicionalmente conservaba en la reserva internacional de su banco central un tramo pequeño en plata. Así, cuando el precio de ese metal se modificaba de manera abrupta o sufría elevaciones muy marcadas afloraba el problema de actualizar el valor contable de esas tenencias y también de tomar decisiones con respecto a la encomienda que tenía el Banco de México de ser el comprador y vendedor exclusivo de ese metal en el mercado interno. A este último caso se refirió en una intervención en el Consejo el director general en febrero de 1973. Dijo al respecto el funcionario que en el ambiente de espirales alcistas que habían detonado las dos devaluaciones del dólar se habían observado aumentos muy grandes “en el precio internacional de la plata…”. Así, en cumplimiento de las políticas aprobadas en esa materia por la Comisión de Cambios y Valores para las ventas de ese metal que realizara la institución se habían “girado instrucciones para que se proceda a vender las cantidades de plata que se consideren convenientes, tomando debidamente en cuenta los precios que ésta alcance en los mercados internacionales”.[7]

Y todavía en mayor medida con respecto al oro, las devaluaciones del dólar y el consecuente rompimiento del sistema creado en Bretton Woods desataron una tendencia muy marcada a su apreciación en los mercados internacionales. Se establecieron así condiciones muy propicias para que se liberaran las regulaciones que mantenía el FMIrespecto de ese metal como activo de reserva en el sistema financiero mundial. Al principio, después de las dos desvalorizaciones de la moneda estadounidense el organismo aceptó, posiblemente a regañadientes, que el precio oficial del oro se elevara de su original 35 dólares la onza a 38 dólares. Fue entonces cuando como respuesta a la primera devaluación del dólar, en el Banco de México se aprobó la decisión de actualizar el valor contable de las tenencias “que no corresponden a pasivo real en oro –o sea, las existencias netas de ese metal– al precio de $15 219.23 el kilogramo”. Por otra parte, aunque en el activo del instituto central también había tenencias en plata no se consideró conveniente hacer igual revaluación para las mismas. Ello “en atención a que si bien las cotizaciones de este metal en los mercados internacionales durante este año [1972] han mostrado una tendencia al alza, no se ha logrado una adecuada estabilización en el precio ni existe seguridad en la continuidad de dicha tendencia”.[8]

Así, después de la segunda devaluación del dólar ya al FMI no le quedó más remedio que elevar el precio oficial del metal a 42.22 dólares por onza troy. Sin embargo, ese ajuste en nada modificó la situación prevaleciente en el mercado en el sentido de que las cotizaciones del metal se ubicaban por arriba del nuevo precio oficial. En consecuencia, los países miembros ejercían presiones crecientes para que el organismo les permitiera contabilizar sus tenencias a los precios de mercado al igual que operar –comprar y vender tramos del metal– a las cotizaciones reales. En noviembre de 1973 el director Fernández Hurtado explicaba en el Consejo que ante la posibilidad recientemente abierta a los bancos centrales para que pudieran vender ese metal en el mercado libre, se veía difícil que el precio del oro en el mercado alcanzara niveles inferiores a 85 dólares la onza y de hecho al cierre del 13 de noviembre de 1973 la cotización llegó incluso a 97.50 dólares la onza. ¿Cómo debería actuar el Banco de México ante dicho panorama?

“Sobre el particular, expresó el Director [Fernández Hurtado] que para contar con los necesarios elementos de juicio sobre posibles ventas de oro en el mercado libre por parte del Banco de México, hay que esperar a los próximos acontecimientos ya que pudieran presentarse operaciones especulativas –es decir, elevaciones adicionales del precio del oro– por lo que por ahora es prematuro tomar decisiones de venta, máxime si se considera que el oro no es un componente de la reserva con el que se debe manipular ampliamente…”.[9]

No cabe la menor duda de las resistencias que siempre presentaron las autoridades del FMI a reconocer las realidades que se habían impuesto en el mercado libre del oro. Todavía hacia finales de 1974 “los convenios de Bretton Woods y las disposiciones reglamentarias del Fondo Monetario Internacional” únicamente les permitían a los bancos centrales de los países miembros vender el metal “en especie en el mercado libre internacional” más no comprarlo. A manera de ejemplo, a finales de 1974 se explicó en el Consejo del Banco de México que “ante las significativas elevaciones de los precios del oro, algunos países de la Comunidad Económica Europea [habían] considerado conveniente que los bancos centrales estén en posibilidad de revaluar su oro –sin limitaciones reglamentarias– y de comprarlo y venderlo entre ellos al precio internacional, para obtener así la liquidez adicional que requieren debido a los enormes déficit que confrontan por sus importaciones de petróleo”. Sin embargo, explicaba el director Fernández Hurtado, subsistían grandes resistencias por parte del FMI para aceptar un acuerdo al que ya habían llegado los presidentes de Estados Unidos y de Francia. Este acuerdo era en el sentido de que se permitiera que se revaluara el oro en poder de los bancos centrales a precios de mercado a la vez de autorizarlos a que hicieran tanto ventas como compras del metal en esas condiciones.

Pero la inflexibilidad de las autoridades del Fondo no únicamente se marcaba en cuanto a aceptar una liberación de las reglas respecto del oro sino también en lo relativo a la tesis de que las cuotas−oro aportadas no pertenecían a los países miembros que las habían enterado “sino al propio organismo monetario”. Las autoridades del organismo decían tener razones de tipo jurídico para negarse a aceptar esa tesis pero, según el funcionario del banco central mexicano, esa postura estaba siendo cuestionada “por Francia y otros países como México”. En lo relativo a la posición patrimonial del Banco de México en oro, al precio oficial del metal entonces vigente de 42.22 dólares la onza y con la inclusión de la cuota−oro en el Fondo el saldo total sumaba 272.8 millones de dólares. Si la totalidad de esos activos se revaluaran al precio comercial del metal que se ubicaba en aproximadamente 185 dólares la onza, “el valor de las citadas tenencias se incrementaría en más de cuatro veces”. Y en un escenario menos optimista, es decir, sin incluir en el saldo la cuota−oro de México en el Fondo, el ajuste contable “representaría una revaluación en libros de aproximadamente 530 millones de dólares sobre el valor actual de 154.8 millones”.[10]

Finalmente, la tozudez de las autoridades del FMI no pudo prevalecer y al poco tiempo se aprobó “la abolición del precio oficial del oro”. La decisión implicó el permiso sin restricciones para las operaciones de compra y venta entre bancos centrales a precios de mercado al igual que también se abrió “la posibilidad para aquellos de dichos bancos centrales que así lo desean de revaluar sus tenencias de oro, como ya lo ha hecho Francia…”. Al hacer dicho anuncio en el Consejo, Fernández Hurtado explicó que esas dos importantes decisiones se habían tomado en una importante reunión del FMI y del Banco Mundial que se había celebrado en Washington durante la segunda semana de enero de 1975.[11] Sin embargo, esas importantes decisiones no terminaron con las diferencias de criterio respecto del papel que debería tener el oro en el sistema monetario mundial y que de manera tan tajante separaban a los Estados Unidos de las opiniones de los países de Europa Occidental y en particular de Francia. A principios de 1975 el nuevo motivo de discusiones fue la propuesta que lanzaron las autoridades del FMI de que el organismo vendiera un tramo de sus tenencias de oro, seguramente con la finalidad de inyectar mayor liquidez a la economía global.

En México, el tema fue comentado con amplitud en el Consejo por el director Fernández Hurtado en una sesión de diciembre de 1975. En una importante y poco conclusiva reunión celebrada en Rambouillet, Francia, los Estados Unidos habían propuesto que el FMIvendiera oro aportado por sus miembros con la finalidad de coadyuvar a que el metal no alcanzara en el mercado “precios inconvenientemente elevados (sic.)”. En particular, el gobierno de Francia se había opuesto con énfasis a esa propuesta en cuanto era tendiente a deprimir el precio internacional del oro, metal del cual dicho país conservaba amplias tenencias. Y resultó de importancia escuchar a continuación que la posición de México había en cierta medida sido coincidente con la de Francia, ya que el país sostenía “un criterio contrario a las ventas de oro” por parte del FMI. El argumento en contra de esas operaciones era, nuevamente, que el oro que tenía el Fondo no era propiedad del organismo sino de los países que lo habían aportado. En consecuencia, ese metal debía devolverse a los países que lo habían aportado en la forma de cuotas “contra la entrega de sus propias monedas”.[12]

Desgraciadamente –o tal vez, previsiblemente– la postura de México coincidente con la que sostenía Francia no pudo prevalecer. Así, cabe citar la noticia que se puso en conocimiento del Consejo del Banco de México en abril de 1976 en el sentido de que en fechas próximas se iniciaría el programa de ventas de oro por parte del FMI y las cuales podrían ascender en monto hasta 780 mil onzas. Agregó a continuación el director Fernández Hurtado que, con todo, se esperaba que esas operaciones no afectaran en medida considerable el mercado ya que se realizarían “en términos que tomen debidamente en cuenta la elasticidad de los precios de ese metal en el mercado internacional”.[13]

En materia de la política internacional con respecto al oro avances muy importantes se consiguieron en las reuniones que tuvieron verificativo durante el mes de junio en París “correspondientes al Grupo de los 24 por asuntos monetarios internacionales, el Comité Interior del Fondo Monetario Internacional y el Comité Ministerial Conjunto para la transferencia de recursos reales a los países en desarrollo” del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF) y del FMI. Fernández Hurtado informó en el Consejo del Banco de México que en esos foros se había dado reconocimiento a la tesis de que el oro que habían enterado al FMI en forma de cuotas los países en desarrollo “debía reintegrárseles o usarse de manera que les beneficie directamente en una proporción no inferior a su contribución”. También se había llegado al acuerdo de que en caso de que el organismo llegara a disponer del oro correspondiente a los países industrializados, “una parte de las utilidades podría ser canalizada para ayudar a los países de menor desarrollo relativo”. En opinión del director del Banco de México, esas tesis habían sido en particular impulsadas por México, Filipinas y Argentina habiéndose obtenido un logro importante ya que de ponerse en ejecución “les significaría la restitución de parte importante del oro que han aportado al Fondo”.[14] ¡¿Sería verdad tanta belleza o quizás se trataba tan sólo mera retórica emanada de la diplomacia monetaria internacional?!

Pero el precio del oro siguió elevándose. Como antecedente, cuando los bancos centrales de los países más avanzados suscribieron en el año 1968 el “llamado convenio de doble mercado” si bien México fue informado por escrito de la existencia de ese convenio, no se adhirió formalmente a éste, ni ello le fue solicitado en ningún momento. Ya finiquitado ese acuerdo y ante la continua apreciación del oro, el director Fernández Hurtado propuso y le fue aceptado que el Banco de México pudiera vender oro a un precio igual o mayor a 142.22 dólares por onza troy, lo que le permitiría al país y al instituto central un incremento extraordinario, de por lo menos cien millones de dólares, en el saldo de sus reservas internacionales. Y más de un año después al quedar desreguladas por parte del FMI las ventas y compras de oro que pudieran realizar los bancos centrales del mundo, en septiembre de 1975 se autorizó que el Banco de México actualizara la contabilización del oro en su reserva internacional “a un valor que no exceda del 90 por ciento de los precios promedio que alcance ese metal en los tres meses inmediatos anteriores, ni de esa misma proporción respecto al precio diario de dicho metal”.[15] A continuación, en la única otra sesión que la Comisión de Cambios y Valores celebró durante el año 1975 ese órgano aprobó la propuesta del director Fernández Hurtado en el sentido de “aumentar de 180 a 360 millones de dólares el monto del convenio de intercambio de divisas –swap− entre el Banco de México y el Federal Reserve Bank de Nueva York”.[16]

La reforma del sistema monetario siguió siendo a lo largo de todos esos años un tema de gran interés para las autoridades del Banco de México. Así, bajo el liderazgo del director general Fernández Hurtado en el Consejo se dio un seguimiento muy atento a esos trabajos de reforma que como ha quedado consignado en la literatura especializada no pudieron concluir en un resultado satisfactorio. Pero lo más importante es consignar cuál fue la postura que adoptó México respecto de esos trabajos y cuáles fueron las tesis que las autoridades mexicanas quisieron impulsar en ellos. Aunque hasta en tres ocasiones se presentaron a la consideración del Consejo documentos relativos a la “posición y participación de México en el estudio del reajuste (sic.) del sistema monetario internacional” las tesis principales al respecto quedaron definidas con precisión desde los primeros de dichos documentos que fueron expuestos en ese órgano por Fernández Hurtado desde mediados de 1972.[17]

En uno de esos primeros documentos se vertieron “los posibles puntos de vista que México y los países en desarrollo defenderán en el Comité de los 20 de la Asamblea de Gobernadores del F.M.I.”. Resulta de mucho interés el enunciado de esos principios en razón de que en ellos se apoyaron todos los alegatos y propuestas que presentaron los funcionarios mexicanos en los foros en que se discutió la llamada reforma del sistema monetario internacional. El inciso inicial fue para ratificar el deseo de que los países en desarrollo tuvieran una participación “efectiva” en las discusiones que se llevaran a cabo con ese fin. El punto a continuación fue en relación a impulsar en el mundo “una mayor cooperación financiera que permita la canalización de fondos en mayor cuantía hacia los países en desarrollo”. Y ya entrando al tema más álgido en esa materia que era el de los tipos de cambio la postura de México sería en favor de un sistema de paridades estables “sin que ello significase rigidez”, además de insistir en que de necesitarse un ajuste el proceso fuera siempre simétrico “tanto para los países superavitarios como deficitarios y para los centros de reserva” que sólo había uno: Estados Unidos. En ese orden también había que pronunciarse en favor de que, de aceptarse, los márgenes de variación para las monedas fueran estrechos ya que de otra manera “los países en desarrollo exportadores de materias primas se verían perjudicados si tuvieran que aplicar márgenes de variación amplios”. A continuación se estableció que aunque quizá otros países en desarrollo tuvieran al respecto una posición distinta, la de México sería siempre que “el nuevo sistema internacional funcione con libertad cambiaria y libre convertibilidad…”. La siguiente tesis era que México y el resto de los países en vías de desarrollo estaban en favor de cuotas más grandes en el FMI tanto “en términos relativos como absolutos”. Acto seguido la propuesta fue en relación a seguir impulsando que se estableciera “algún vínculo entre el sistema DEG y el financiamiento del desarrollo” sin que hasta ese momento se hubiese podido definir una fórmula apropiada para dicho fin. Asimismo, también debería seguirse insistiendo en que en el nuevo sistema se impidiera que una liquidez internacional excesiva causara problemas a los países industrializados que ulteriormente afectaban también a las naciones más débiles, a la vez que de existir un exceso de liquidez internacional se pudiese canalizar a través de operaciones de plazo largo “a los países más necesitados para fines de desarrollo”. Por último, había que pronunciarse en favor de que continuaran las distribuciones de DEG a pesar de las perspectivas de que hubiera a futuro un exceso de liquidez mundial.[18]

En consecuencia, el director Fernández Hurtado tuvo buen cuidado de informar oportunamente al Consejo de Administración sobre las reuniones de carácter internacional que se celebraban para tratar ese tema y otros afines. En particular, cabe destacar cuando en esos informes se daban a conocer las intervenciones que habían tenido los representantes de México en dichos foros o la postura que había impulsado o a la cual se había sumado el país en las deliberaciones correspondientes. En este último sentido, un episodio digno de recuerdo tuvo verificativo cuando en agosto de 1973, ya habiendo sido designado el abogado José López Portillo como secretario de Hacienda en sustitución de Hugo B. Margáin, el director Fernández Hurtado dio cuenta en el Consejo de lo que había ocurrido en la Tercera Reunión Ministerial del Comité de los 20 que se había celebrado hacía apenas 15 días. Respecto del procedimiento para la modificación de los tipos de cambio de los países miembros del FMI, el secretario López Portillo, a nombre de México y de los países de Centroamérica y Venezuela, “expresó su objeción a que dicho ajuste se bas[ara] exclusivamente en indicadores objetivos que en forma automática [dieran] lugar a modificaciones en los tipos de cambio…”. Sobre todo, si no se hubiera hecho previamente una evaluación adecuada de las condiciones económicas del país o de los países que se encontraran en ese proceso de política cambiaria. Añadió a continuación el representante mexicano que en aquellos casos en que se juzgara necesario un ajuste del tipo de cambio, “el país en cuestión deb[ía] elegir por sí mismo las políticas a adoptar, siempre que éstas [fueran] aceptables a la comunidad internacional”.[19]

Y a pesar de que el abogado López Portillo en su calidad de secretario de Hacienda estuvo presente en aquella sesión del Consejo de mediados de agosto de 1973, correspondió al director Fernández Hurtado relatar cómo había sido su desempeño en la Tercera Reunión Ministerial del Comité de los 20. Según el ponente, además de la opinión ya citada que emitió el representante de México sobre el procedimiento para modificar los tipos de cambio, ese funcionario también había expresado opiniones –siempre en nombre de México, Centroamérica o Venezuela o en “unión con otros países en desarrollo– en relación a las sanciones que pudieran imponerse a los países que acordaran una modificación de su tipo de cambio sin apego a los procedimientos establecidos en el FMI. Y según el director Fernández Hurtado, en esa reunión internacional el secretario López Portillo también había insistido en que el establecimiento de algún mecanismo para “la transferencia real de recursos a los países en desarrollo” debería ser un objetivo muy importante que debería satisfacerse en la reforma del sistema monetario internacional en que se estaba trabajando. De acuerdo con el director Fernández Hurtado, éste había sido en la reunión aludida el planteamiento que mayormente había recibido apoyo por parte de “los intereses de los países en desarrollo”.

Respecto de los activos de reserva, la opinión que había impulsado el secretario López Portillo había sido que los DEG debían convertirse en el principal instrumento internacional tanto como “medio de pago” y como “reserva de valor”. En paralelo, debía reducirse la importancia relativa del oro, pero apoyando la posibilidad de que “las instituciones monetarias oficiales” pudieran vender tramos del metal amarillo en el mercado libre, aunque en “forma coordinada”. En relación a la convertibilidad de las monedas, “México, en unión con otros países en desarrollo”, expresó su apoyo a que prevaleciera “un esquema flexible” que les permitiera “a las naciones en vías de crecimiento” tanto conservar en sus reservas internacionales “las divisas que les sean necesarias para la negociación de créditos externos”, así como obtener una “rentabilidad adecuada” para dichos saldos a la vez de que esos activos guardaran “una debida correlación con los montos de sus obligaciones por concepto de deuda externa”. Finalmente, el punto de vista más enérgico expresado por el secretario López Portillo tuvo que ver con las sanciones con que debía contar “un sistema efectivo de ajuste para los tipos de cambio, como medio para imponer disciplina sobre aquellos países que deban aceptarlo”. Sin embargo, la aceptación de esas “medidas draconianas” debía tomar “en cuenta las diversas situaciones en que se encuentran los países superavitarios y los deficitarios, ya que estos últimos están sujetos a limitaciones que los obligan a adoptar medidas de ajuste” mucho más drásticas.[20]

Según consta en las actas del Consejo del Banco de México, el secretario López Portillo volvió a tener una participación muy activa en las reuniones del FMI y del Banco Mundial que se celebraron en septiembre de 1973. Para atender la reunión correspondiente del Fondo había sido designado el funcionario mexicano en representación de “todos los países latinoamericanos y en su caso Filipinas”. Como representante para atender la reunión paralela del Banco Mundial fue nombrado el ministro de Hacienda de Brasil, Antonio Delfím Netto. Con la representación correspondiente, el funcionario mexicano presentó en la reunión del Fondo varias tesis relativas a la reforma monetaria internacional. La primera de ellas fue que dicha reforma debía incluir “como parte integral, la transferencia real de recursos a los países en desarrollo”. Asimismo, en los procedimientos para decidir el ajuste de los tipos de cambio debía establecerse un trato equitativo para todos los países, “tomando en cuenta las características particulares de cada uno”. En cuanto a los activos de reserva, no debería aplicarse restricción a los países miembros del FMI en cuanto a la “libertad y manejo de las reservas internacionales”. Y para concluir, quizá el argumento más importante fue en el sentido de que “las decisiones sobre la reforma y la operación del nuevo sistema [que llegara a establecerse debían] adoptarse con la plena participación de todas las naciones”. Adicionalmente, también quedó registrado que a todos esos deseos –tan bien intencionados y quizá un tanto ingenuos– el representante Delfím Netto agregó su aportación indispensable en la Reunión de Gobernadores del Banco Mundial. Ante tan influyente foro el funcionario brasileño expresó que la reforma monetaria debía ser integral y comprender tanto aspectos “monetarios” como “comerciales y de desarrollo”. En particular, en el sistema que se creara debía darse la debida importancia a “lograr una adecuada transferencia real de recursos hacia los países en vías de desarrollo”.[21]

Lo que se aprecia a continuación es una declinación gradual pero muy visible en el optimismo de los funcionarios mexicanos respecto de que se lograse una reforma satisfactoria del sistema monetario internacional. Todavía en la etapa de esperanza, el secretario López Portillo informó en el Consejo del Banco de México en octubre de 1974 que si bien no se habían logrado avances en ese frente principal sí se habían creado “dos nuevos órganos de trabajo cuyas tareas se espera aporten elementos que faciliten la consecución de ese objetivo”. Uno de esos órganos sería “el nuevo Comité Interino, integrado por 20 Ministros de Hacienda, para supervisar el funcionamiento del sistema monetario internacional y ajustarlo conforme la situación lo requiera”. Y lo más importante vino a continuación. El segundo de los órganos establecidos que había sido “creado a propuesta de México”, sería “el Comité Ministerial Conjunto Fondo Monetario Internacional – Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento…”. La finalidad de ese nuevo foro sería la de promover “la transferencia de recursos reales a los países en desarrollo, por cuya institucionalización nuestro país ha[bía] venido pugnando desde 1971”.[22] Y ya hacia finales de 1974, el director Fernández Hurtado explicó en el Consejo que estaban próximas a celebrarse reuniones muy importantes de carácter internacional: “el Comité Interino del Fondo Monetario Internacional y el Comité Ministerial Conjunto del Banco Mundial y del propio Fondo, serán eventos a los que deberán asistir el señor secretario de Hacienda y el propio Director General”. Sin embargo, el banquero central mostró ya cierto desencanto al señalar que las propuestas que se habían preparado para discutirse en esos foros estaban principalmente “orientadas a resolver los problemas de corto plazo de las naciones de menor desarrollo económico relativo dentro del tercer mundo…”. Pero desgraciadamente, en esas propuestas no se habían tomado en cuenta “los problemas de los países pertenecientes a este último grupo que, como México, Brasil y Argentina, han alcanzado un grado de crecimiento mayor”.[23]

Aunque durante el año de 1975 se continuaron consiguiendo algunos avances de significación en el orden monetario internacional todos ellos se quedaron muy cortos en cuanto a la tarea anhelada de lograr una reforma satisfactoria de ese sistema y la cual se quedaría de hecho inconclusa de manera indefinida. Al respecto, en enero de ese año se puso en conocimiento del Consejo que en reuniones recientes de carácter internacional se había acordado elevar las cuotas en el FMI en 32.5 por ciento a la vez de haberse reducido de 5 a 3 años el periodo para su revisión. Y al poco tiempo se informó en ese mismo órgano colegiado que se habían conseguido tres avances de relevancia: a) en el FMI se había permitido que los aumentos de cuotas pudieran aportarse en DEG o en monedas; b) en el Banco Mundial se había abierto una tercera ventanilla a fin de otorgar “préstamos ‘blandos’ a países en desarrollo”; c) también se había reconocido “el serio deterioro que habían sufrido los términos de intercambio de los países en desarrollo” en razón del aumento exponencial de los precios del petróleo, además de “las preocupantes fluctuaciones en los precios de los productos primarios”. De ahí que en los foros mencionados, muchos ministros hayan instado “a estudiar métodos que coadyuven al financiamiento de planes de estabilización para productos básicos” acompañados de la “liberalización de los mecanismos de financiamiento compensatorio y de existencias regulatorias en el Fondo Monetario Internacional”.

No obstante, todos esos avances fueron marginales o periféricos y no lograron tocar el aspecto medular de establecer un nuevo régimen para la organización de los tipos de cambio de las monedas. En ese contexto de indefiniciones resultaría prácticamente inservible la estrategia de “negociar de manera conjunta” tanto “las reformas al sistema monetario internacional” como “el régimen de operaciones con oro” y también “la ampliación de los tramos de crédito susceptibles de ser utilizados por los países miembros del Fondo Monetario Internacional”. El principal obstáculo fue siempre la reforma del sistema para la determinación y ajuste de los tipos de cambio. ¿Por qué? El director Fernández Hurtado lo explicó en aquella sesión de diciembre de 1975: los Estados Unidos y los países europeos encabezados por Francia tenían diferencias fundamentales “en cuanto a la reestructuración del régimen cambiario internacional…”.[24] Por un lado, las autoridades estadounidenses se mostraban partidarias “de establecer el compromiso de los países miembros [del FMI] respecto a mantener políticas económicas sanas, pero sin obligarse a mantener paridades estables”. En otras palabras, los Estados Unidos eran renuentes al restablecimiento de un sistema como el que se había creado en Bretton Woods y por tanto propugnaban por algún régimen con flotación de los tipos de cambio. En sentido diametralmente opuesto, los países europeos sostenían “la conveniencia de formalizar un compromiso que obligue a los Estados integrantes del sistema a mantener tipos de cambio estables aun cuando ajustables”.[25] El dictamen de la historia sería que resultaría imposible la reimplantación de un sistema cambiario como el invocado por los países europeos.


[1] Banco de México, Informe Anual, 1970, p. 25.

[2] “Actas del Consejo…”, op. cit., Actas 2374, 2376 y 2377, 9 de diciembre de 1970, 28 de diciembre de 1970, 6 de enero de 1971, Libro 29, pp. 56, 61-62 y 68.

[3] Ibid., Actas 2386 y 2388, 8 de julio de 1971 y 27 de octubre de 1971, Libro 19 pp. 98-99 y 113-114.

[4] Banco de México, Actas de la Comisión de Cambios y Valores, Acta 371, 3 de mayo de 1972, libro 3, pp. 125-126.

[5] Ibid., Acta 372, 13 de febrero de 1973, Libro 3, pp. 127-128.

[6] De Vries, op. cit., pp. 542-543.

[7] “Actas del Consejo…”, op. cit., Acta 2398, 15 de febrero de 1973, Libro 29, p. 169.

[8] Ibid., Acta 2392, 3 de mayo de 1972, Libro 29, pp. 125-126.

[9] Ibid., Acta 2403, 14 de noviembre de 1973, Libro 30, p. 14.

[10] Ibid., Acta 2411,18 de diciembre de 1974, Libro 30, pp. 90-91.

[11] Ibid., Acta 2412, 30 de enero de 1975, Libro 30, p. 103.

[12] Ibid., Acta 2419, 17 de diciembre de 1975, Libro 30, p. 162.

[13] Ibid., Acta 2422, 30 de abril 30 de 1976, Libro 30, pp. 188-189.

[14] Ibid., Acta 2415, 1º de agosto de 1975, Libro 30, pp. 129-130.

[15] “Actas de la Comisión…”, op. cit., Acta 375, 29 de septiembre de 1975, Libro 3, pp. 132-134.

[16] Ibid., Acta 374, 20 de agosto de 1975, Libro 3 pp. 131-132.

[17] Para este tema ver las actas del Consejo 2393, 2395 y 2409, 27 de junio de 1972, 30 de agosto de 1972 y 2 de agosto de 1974, Libros 29 y 30 pp. 135 y 143 y 65.

[18] “Actas del Consejo…”, op. cit., Anexo al acta 2395, 30 de agosto de 1972, Libro 29, p. 143.

[19] Ibid., Acta 2402, 15 de agosto de 1973, Libro 30, p. 4.

[20] Ibid., pp. 4-5.

[21] Ibid., Acta 2403, 14 de noviembre de 1973, Libro 30, pp. 12-13.

[22] Ibid., Acta 2410, 16 de octubre de 1974, Libro 30, pp. 74-75.

[23] Ibid., Acta 2411, 8 de diciembre de 1974, Libro 30, pp. 90-91.

[24] Ibid., Acta 2415, 1 de agosto de 1975, Libro 30, pp. 129-130.

[25] Ibid., Acta 2419, 17 de diciembre de 1975, Libro 30, pp. 161-162 y 164.

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