A principios del mes de diciembre de 1970 –o sea, en los albores del sexenio del presidente Luis Echeverría– se presentó al Congreso una iniciativa para llevar a cabo una serie de reformas a la legislación bancaria del país. Entre dichas reformas ocupó un lugar importante el reconocimiento legal que se decidió dar al “surgimiento de los llamados grupos o sistemas financieros…”. Según la exposición de motivos de la iniciativa correspondiente, esos grupos o agrupaciones financieras provenían de “la asociación unas veces formal y otras veces sólo informal de instituciones de crédito de igual o diferente naturaleza”.[1] Varias observaciones merece dicho anuncio tanto en su fondo como en su forma, pero la primera y muy obvia tiene que ver con la demora histórica en hacer dicho reconocimiento. El fenómeno de los grupos financieros se había venido gestando tanto localmente como en otras latitudes desde hacía años y además era una realidad bien visible para muchos. Parece entonces evidente que la autoridad debió haber dado reconocimiento a ese fenómeno desde mucho tiempo antes. En términos administrativos, la omisión era claramente atribuible a la gestión hacendaria que había concluido en 1970. A diferencia, el acierto de ofrecer dicho reconocimiento correspondía a la administración hacendaria subsecuente que se desarrollaría durante el sexenio 1970-1976. A mayor abundamiento: en la medida en que la iniciativa correlativa había entrado al conocimiento del Legislativo con fecha 9 de diciembre de 1970, o sea, a tan sólo poco más de una semana de la toma de posesión de la nueva administración, es obvio suponer que la propuesta se hubiera venido trabajando desde meses antes. En el orden de los artífices, esa propuesta pudo haber sido trabajada por quienes ocuparían en ese ministerio los cargos principales en el sexenio que se iniciaba, todos ellos funcionarios de elevada capacidad profesional. Sobresalían en ese sentido, el abogado Hugo B. Margáin, quien encabezaría esa Secretaría por poco más de dos años, el subsecretario del ramo, Mario Ramón Beteta –de formación en el Banco de México– y Miguel de la Madrid, a quien se encomendaría la siempre importante Dirección General de Crédito.
Los pasajes de la Exposición de Motivos relativos al reconocimiento de los grupos financieros requieren de una exploración cuidadosa. Dichos pasajes resultan de importancia para el análisis histórico por tres razones: por lo que dicen sobre el tema, por lo que ocultan –que es siempre revelador– y por los errores que contienen. En cuanto a las características de esas estructuras se dice en el artículo correspondiente que formaban “grupo financiero” las asociaciones de intermediarios que habían decidido “seguir una política financiera coordinada” y entre los cuales “existan nexos patrimoniales de importancia…”. En primer lugar, ¿qué podría haberse querido decir con la expresión de que un conjunto de intermediarios “sigan una política financiara coordinada”? Si bien no existe en esta afirmación un error propiamente dicho, de una manera muy clara el concepto parece una caja vacía de significado. ¿Cómo podría definirse lo que es una “política financiera coordinada” para un conjunto de intermediarios? Mucho más relevante se antoja para fines de caracterización que entre esos intermediarios “existan nexos patrimoniales de importancia” aunque en este respecto el concepto parece impreciso. Sobre este punto, en la ley se debería haber especificado con toda precisión que la pertenencia a un grupo financiero debería de derivarse de que la empresa tenedora o “holding” tuviera, no “nexos patrimoniales de importancia”, sino la mayoría del capital. De otra manera, ¿cómo podría asegurarse que se impusiera a las subsidiarias de un grupo las políticas a seguir? En cuanto a errores, era claramente una equivocación decir, como se expresaba textualmente tanto en la Exposición de Motivos como en el artículo correspondiente de la Ley, que eran grupos financieros las asociaciones “de instituciones de crédito de igual o diferente naturaleza”. ¿Y las organizaciones auxiliares de crédito qué? Las compañías de seguros, afianzadoras, arrendadoras, almacenes de depósito, etc., habían sido desde sus inicios componentes de mucha importancia de los grupos financieros. Asimismo, como ya se verá más adelante, esos componentes marcarían una de las principales diferencias para distinguir a los grupos financieros de la figura de la banca múltiple que surgiría poco después, a mediados de la década de los setenta.
Resulta interesante el experimento intelectual de intentar deducir lo que pudo haberse dicho en esa Exposición de Motivos sobre los grupos financieros y que obviamente no se dijo (quizá por razones de prudencia política). Después de todo, una Exposición de Motivos es un documento oficial del Ejecutivo avalado por los legisladores. Lo primero que debió haberse escrito en ese documento, ya se ha mencionado, era la demora inexplicable en darles reconocimiento a esas estructuras, las cuales llevaban años en proceso de formación. Y lo más importante era que la formación espontánea de las agrupaciones financieras había sido una suerte de refutación tácita –de mentís– para el principio de la especialización bancaria. Lo que había confirmado la experiencia era que la complementariedad entre los intermediarios financieros funcionaba como un incentivo poderoso que los llevaba a asociarse. Había sido muy claramente ese incentivo lo que había impulsado la formación de los grupos financieros. Y ese incentivo a la complementariedad era tanto aplicable a las instituciones de crédito como a las organizaciones auxiliares. ¿Qué habría ocurrido si en un afán por recuperar el paraíso perdido –por restaurar a toda costa el principio de la especialización financiera– las autoridades hubieran insistido en llegar a un desmembramiento de los grupos financieros? La adivinanza es que posiblemente no lo hubieran conseguido: habría resultado imposible en términos tanto legales como hasta políticos. No lo hubieran conseguido porque el intento habría resultado en un anacronismo, en un dar marcha atrás arbitrario al avance de la historia. Hacia principios de la década de los setenta el fenómeno de la formación de los grupos financieros ya se encontraba muy avanzado y para las autoridades no habría hecho sentido tratar de nadar contra la corriente de los hechos consumados.
Tanto la Exposición de Motivos en el pasaje correspondiente a los grupos financieros como el texto del artículo 99 bis por el cual se les dio reconocimiento legal no únicamente adolecen de omisiones y errores sino también de fallas explicativas. Primeramente, en el párrafo inicial de dicho artículo se señala que “podrán ostentarse ante el público con el carácter de grupos financieros” aquellas agrupaciones entre cuyos intermediarios “existan nexos patrimoniales de importancia” aunque no se hace referencia alguna a la forma estructural que dichas asociaciones habían decidido adoptar para su organización. Esa forma estructural fue la de la corporación, con una entidad tenedora, controladora o holding bajo cuya sombrilla se ubicaban las filiales o subsidiarias. Según se ha ya señalado, esas filiales podían ser tanto instituciones de crédito como organizaciones auxiliares. Así, en la inmensa mayoría de los 14 grupos financieros que existían en México hacia 1973 la entidad tenedora o holding era el banco de la agrupación. Una excepción, al menos durante el periodo en que se mantuvo como una organización del sector privado, fue la del Banco Mexicano SOMEX en la cual el intermediario holding fue la financiera Sociedad Mexicana de Crédito Industrial. Asimismo –quizás en razón de que los redactores de esa disposición no lo comprendían–, en el mencionado artículo 99 bis tampoco se explica la manera y la dirección en que se daban los “nexos patrimoniales de importancia” entre los intermediarios que integraban un grupo financiero. Esos nexos patrimoniales no eran recíprocos como tampoco multivariados. Esos nexos iban exclusivamente en un sentido vertical de la entidad tenedora con respecto a las entidades filiales. Nunca se conoció de ningún caso, en razón de que habría carecido de lógica, en el cual existiesen relaciones patrimoniales entre las filiales de un grupo financiero. Tampoco es del todo exacta la referencia contenida en la Exposición de Motivos en el sentido de que debía entenderse por grupo financiero la asociación de “instituciones de crédito de igual o diferente naturaleza”. El principio de dicha afirmación es ciertamente un tanto inexacto en la medida en que nunca existió incentivo alguno para que se asociaran en grupo intermediarios de igual naturaleza. El incentivo fundamental que había llevado a la formación de esos grupos había sido el de la complementariedad y las sinergias a que podía dar lugar la agrupación de intermediarios. ¿Pero cuál complementariedad podría usufructuarse en el caso de que hubiera en la misma agrupación dos o varios intermediarios de una misma naturaleza? ¡Legisladores sin un entendimiento profundo de la materia objeto de legislación!
La gama de los productos y servicios que se ofrecían al público por los intermediarios que integraban agrupaciones financieras era muy amplia y la complementariedad en la provisión de esos productos puede ilustrarse con innumerables ejemplos. Imagínese, para empezar, que a un empresario al que un ejecutivo logró abrirle una cuenta corriente con chequera en el banco de un grupo financiero se le ofrece y acepta renovar su flotilla de transporte mediante el mecanismo del arrendamiento financiero. El apoyo es contratado con la compañía arrendadora que forma parte del agrupamiento. Más adelante, ese mismo empresario requiere de un crédito refaccionario para la ampliación de su planta y el cual es concedido por la financiera filial. Para concretar la operación se necesita que los equipos adquiridos con el importe del crédito cuenten con seguro contra siniestros y la póliza correspondiente la expide la aseguradora que también forma parte del consorcio financiero. La relación cliente–grupo prospera y en una ampliación el empresario en cuestión decide instalar una sucursal de su fábrica en la ciudad de Guadalajara. El financiamiento con la garantía del bien raíz es proporcionado por la hipotecaria del grupo y el seguro correspondiente se contrata también con la aseguradora agrupada. En otra extensión del círculo, el mismo empresario desea hacer un adelanto sucesorio mediante la contratación de un fideicomiso de inversión en el cual los beneficiarios sean sus familiares más cercanos. El fideicomiso correspondiente también se suscribe con la compañía fiduciaria del grupo. Y en ese mismo sentido, cuando el empresario decide ofrecer como prestación a sus empleados un programa de ahorro en el cual por cada peso que aporte el trabajador la empresa aportará otro el servicio se contrata con el departamento de ahorro del banco y al poco tiempo todos los beneficiarios cuentan ya con su tarjeta de ahorro personalizada. La única especialidad que el grupo financiero no ofrece en su menú es la de la banca de capitalización por las difíciles características de esa variante bancaria y que terminarían por hacerla inviable. Finalmente, una vez en vigor la Ley del Mercado de Valores de 1975 los grupos financieros estarían en posibilidad de crear su propia casa de bolsa con la restricción de que no podrían operar banco y casa de un mismo consorcio. Todos los ejemplos anteriores son imaginados pero plenamente factibles: perfectamente hubieron podido darse en la realidad de la banca de México en las décadas de los sesenta y setenta y posteriores.
Podría incluso decirse que a final de cuentas a las autoridades no les quedó más remedio que rendirse ante la fuerza de los hechos. Los grupos financieros se habían ido creando de manera espontánea hasta abarcar la proporción mayoritaria del sistema financiero. Así, las autoridades habían tenido obligadamente que darles reconocimiento legal ante los hechos consumados. Sin embargo, hubo un atenuante que, por decirlo de alguna manera, les permitió a las autoridades “salvar cara” en la forma de una contrapartida para ese reconocimiento. Ello, mediante el encauzamiento de la actividad de los grupos financieros “en términos de sanidad y responsabilidad para los miembros integrantes de dichos grupos”. En esa tesitura, por disposición de la ley a cambio del reconocimiento legal las agrupaciones financieras tendrían la obligación “de establecer un sistema de garantías recíprocas en caso de la pérdida de sus capitales pagados”. Las reglas para la puesta en marcha de dicho sistema de garantías quedaron incorporadas en el artículo que respecto de los grupos financieros se adicionó a la ley bancaria. De esa forma, el mencionado “sistema de garantía recíproca” se constituiría mediante la conformación de “un fondo común hasta que éste alcan[zara] un importe igual a la suma del 50 por ciento de los capitales pagados y reservas de capital de las instituciones agrupadas”. Y para la alimentación de dicho “fondo común” la ley dispuso que las instituciones que formaran parte de un grupo deberían separar anualmente al menos el 10 por ciento de las utilidades que obtuvieran después del pago del impuesto sobre la renta y de la participación de utilidades a los trabajadores. Para cada grupo financiero su “fondo común” debería ser administrado en fideicomiso por el Banco de México y los recursos correspondientes deberían invertirse en valores del gobierno federal, de instituciones nacionales de crédito u otras inversiones que determinara el propio Banco de México.[2] O sea que, expuesto lo anterior, alguna mente suspicaz podría concluir que en realidad, desde el punto de vista de la política crediticia, la finalidad de ofrecer reconocimiento legal a los grupos financieros había sido la de contribuir al financiamiento del déficit fiscal de manera complementaria con el cajón de inversión correspondiente en el encaje legal.
Los grupos financieros aceptaron desde luego el reconocimiento legal que se les ofreció con la finalidad (sic.) “de sujetar estos fenómenos a las normas de la legislación bancaria…”. Sin embargo, no fue posible que las agrupaciones aplicaran el sistema del “fondo común” para “garantizar” la eventual “reposición de las pérdidas de sus capitales pagados”. En compensación, lo que permitieron las autoridades para que supletoriamente las agrupaciones financieras pudieran cumplir con esa exigencia del “fondo común” para la eventual reposición de sus capitales fue la suscripción de contratos de “obligación ilimitada de responsabilidad recíproca”. Era mucho mejor solución ofrecer dicha promesa mediante la suscripción de un contrato que el gran esfuerzo de constituir un fondo de recursos que en última instancia sólo sería de beneficio para el gobierno federal o para los grupos financieros que fracasaran tomando riesgos excesivos, pero no para los que fueran manejados de manera exitosa. Al respecto, un autor opinó en su momento que la renuencia de las agrupaciones para aceptar la solución del “fondo común” se había debido al bajo rendimiento que ofrecían los valores gubernamentales con los que se integrarían las carteras de esos fondos. Pero en realidad esa renuencia pudo haberse explicado por razones de mayor profundidad. El sistema de los fondos comunes –uno para cada grupo financiero– sería inequitativo y conllevaría riesgo moral. Esto último, en razón de que, como ya se ha dicho, beneficiaria de preferencia a los grupos financieros que tomaran riesgos excesivos. Para los grupos financieros bien manejados, el cumplimiento con el esquema significaría simplemente una reinversión obligatoria de utilidades sin tener la opción de elegir las formas de inversión.[3]
Salvo con la excepción de la Ley General de Instituciones de Crédito de 1932, el principio guía en que se fundó la redacción de todas las leyes bancarias que se habían promulgado en México fue el de la especialización. Así, con base en ese principio la Ley de Instituciones de Crédito de 1897 –la primigenia en su género en México– planteó la propuesta de tan sólo tres figuras bancarias: bancos de emisión, bancos refaccionarios y bancos hipotecarios. La denominación de bancos de emisión suena bastante críptica para los oídos modernos pero el concepto era en realidad sencillo: se trataba tan sólo de bancos de depósito y descuento con la facultad adicional para emitir, bajo límites estrictos, billetes bancarios. Y en la Exposición de Motivos de ese ordenamiento el legislador se excusó por haber propuesto un menú tan estrecho de variedades bancarias en razón de que “la tarea hubiera tenido un carácter más bien didáctico” además de que la simple enunciación de muchas categorías de bancos “habría permanecido por muchos años como letra muerta…”. Pero décadas más adelante, ya después de la Revolución, la ley bancaria de 1924 enunció seis clases de bancos: hipotecarios, refaccionarios, agrícolas, industriales, de depósito y descuento (ya sin la facultad de emitir billetes que había quedado reservada en exclusiva para el Banco de México) y bancos de fideicomiso. Y en el ordenamiento bancario subsiguiente del año 1926 los bancos industriales y agrícolas quedaron comprendidos dentro de los bancos refaccionarios, a la vez de que se conservaron las especializaciones de bancos de depósito y descuento, hipotecarios y de fideicomiso, elenco al que se agregó la figura de los bancos o cajas de ahorro. Adicionalmente, en dicho ordenamiento se incluyeron también dos figuras de organizaciones auxiliares: los almacenes de depósito y las compañías de fianzas. Posteriormente, con insistencia en el principio de la especialización, en la ley bancaria de 1941 se enunciaron seis figuras de instituciones de crédito: bancos de depósito, ahorro, operaciones financieras, crédito hipotecario, capitalización y operaciones fiduciarias. Y siete años después se agregó a ese repertorio el concepto de las instituciones para promoción de la vivienda familiar.[4]
En su esencia, la creación de los grupos financieros puede considerarse como la solución práctica que se encontró para concretar la tendencia muy clara que se había manifestado en México hacia el modelo de banca universal o general. Y al menos en otro orden más concreto hubo un factor adicional que impulsó la conformación de esos grupos: la piramidación de capitales que se podía conseguir entre las instituciones que conformaban las agrupaciones. Según el tratadista Francisco Borja Martínez, esa posibilidad de piramidar capitales les permitía a las entidades integrantes de los grupos la capacidad para ampliar considerablemente su captación de pasivos. Sin embargo, agregó acertadamente ese autor, dicha capacidad ampliada para captar pasivos también se concretó en un factor adicional de riesgo para la solvencia de los intermediarios que integraban esos agrupamientos. El abogado Borja Martínez agregó como factor impulsor de la formación de los grupos además de “las limitaciones de la banca especializada” la inflexibilidad del legislador para conservar en el texto de la ley el principio de la especialización. Asimismo, ese tratadista debió haber aportado una explicación más precisa sobre la forma en que se daba la piramidación de capitales dentro de las agrupaciones: ésta no se producía entre todas las instituciones que conformaban los grupos financieros sino, específicamente, entre la entidad tenedora o holding y las filiales. A manera de ilustración, la creación o expansión de la hipotecaria o de la financiera de cierto grupo no se concretaba mediante una aportación de capital fresco sino que los fondos provenían de los pasivos de la tenedora o holding.[5]
Al respecto, el hecho a destacar es que para el año de 1973 ya las autoridades habían dado reconocimiento legal a 14 grupos financieros. Éstos eran los que se mencionan a continuación:
La tendencia hacia la banca universal había tenido en México una multitud de manifestaciones parciales tan sólo no visibles para los miopes reguladores bancarios locales. En forma de ejemplo, más que una demostración de la incorregible inclinación de los banqueros a incumplir las disposiciones bancarias de las autoridades, tal vez la práctica que tomaron los bancos de emisión durante el porfiriato de convertir los préstamos de corto plazo en créditos refaccionarios por la vía de concederles renovaciones reiteradas fue más bien una manifestación de que escaseaban los financiamientos para apoyar la formación de capital, en lugar de consecuencia de una colusión premeditada entre banqueros y acreditados. Otra indicación histórica muy sugestiva de la tendencia hacia la banca universal fue lo que ocurrió con los llamados en la ley bancaria de 1924 “bancos o cajas de ahorro” y “bancos de fideicomiso”. Como claramente lo revelan esas designaciones, en aquellas etapas de despegue incipiente de la banca en México se pensaba que esas especialidades bancarias –que eran novedosas en México– tomarían arraigo bajo el impulso de instituciones especializadas. No ocurrió de esa manera por una razón monda y lironda: por la tendencia hacia la implantación de una banca general o universal. Así, lo que sucedió a la postre no fue que las funciones de banca de ahorro y banca de fideicomiso carecieran de capacidad para arraigarse en México sino que se desarrollaron como funciones adicionales y propias de los bancos de depósito y descuento. Si bien en la ley bancaria de 1941 se dio plena consideración tanto a las operaciones “de ahorro, con o sin emisión de estampillas y bonos de ahorro” al igual que a las “operaciones fiduciarias”, éstas únicamente podrían llevarse a cabo por conducto de las instituciones de banca de depósito mediante departamentos especializados. Ésa era la razón por la cual dichas instituciones se ostentaban oficialmente como (sic.): “banco de depósito, ahorro y fideicomiso”. Más adelante, a partir de la creación de la banca múltiple, también las financieras y las hipotecarias quedarían absorbidas como partes integrantes de los bancos. En esos ejemplos queda plasmada con gran fidelidad –con una visión histórica de larga perspectiva, podría decirse– la tendencia evolutiva en México hacia la conformación de una banca general o universal.
Las experiencias bancarias en Estados Unidos han sido siempre una referencia de importancia para guiar y analizar las tendencias en México en la materia. En ese sentido, merecen una llamada de atención las autoridades mexicanas durante los años previos a 1970 en razón del desarrollo que habían venido teniendo en ese país las compañías holding bancarias incluso desde los primeros años de la década de los cincuenta. De hecho, un cierto paralelismo puede marcarse con el caso de los grupos financieros en México en cuanto a la utilización de la figura del banco holding con fines de arbitraje regulatorio. En muy buena medida, en el país del norte surgieron los bancos holding durante los años cincuenta con la finalidad de eludir las restricciones que existían en algunos estados de la Unión respecto de limitaciones para la expansión de la banca unitaria o para la apertura de sucursales. El fenómeno de la banca holding despertó preocupación en las autoridades de aquel país por las implicaciones monopólicas que pudiera traer y por la intención de mantener la separación tradicional entre banca y otras actividades económicas. Fue así como se expidió la reforma legal correspondiente del año 1956. Con todo, durante los años siguientes continuó viento en popa la creación de holdings con un solo banco hasta que en 1970 sobrevino la segunda reforma legal y la cual posiblemente sirvió de alerta para que en México las autoridades financieras tomaran conciencia sobre la necesidad de regular a los grupos financieros. En Estados Unidos la reforma legal de ese año sometió a los bancos holding a la regulación y supervisión por parte de la Reserva Federal a la vez de obligar al registro oficial de esas entidades. Así, de la aplicación de esa regla se derivó que el número de bancos holding registrados en Estados Unidos pasara de 121 en 1971, a 1 567 un año después y a 1 677 en 1973. Finalmente, el otro elemento de paralelismo que se dio con la experiencia bancaria de México fue respecto de la capacidad de los bancos holding para incursionar en el campo de las organizaciones auxiliares de crédito. En la fuente consultada se señala en dicho sentido que de enero de 1971 a junio de 1974 la Reserva Federal recibió 1 700 notificaciones relativas a la incursión de bancos holding en el llamado campo de las actividades “no bancarias” y 600 para la adquisición de entidades de ese último ramo. Según los autores Chase y Mingo, los ramos más usuales en ese sector eran los de crédito al consumo, hipotecas, seguros, arrendamiento financiero, factoraje y procesamiento de datos.[7]
Y al parecer, tampoco estuvieron informadas las autoridades financieras de México sobre el fenómeno de la banca universal o general en otras latitudes distintas a los Estados Unidos. De hecho, se encuentra ampliamente documentado en la literatura especializada el tema de la arraigada tradición que tenía la banca universal en Alemania y cuya actuación había sido determinante para que se lograra la industrialización de ese país desde su formación, durante la segunda mitad del siglo XIX. De hecho, un destacado economista mexicano, Raúl Ortiz Mena, tenía entre sus trabajos profesionales uno dedicado al tema anterior; el título lo dice todo: “Los Bancos y la Industrialización en Alemania”.[8] Y como una fuente de relevancia mucho más contemporánea estaba un estudio publicado por el Fondo Monetario Internacional en el año 1980: “Multipurpose banking. It’s nature, scope and relevance for less developed countries”. Cabe en particular destacar esta última dedicatoria para los países en vías de desarrollo, como era evidentemente entonces el caso de México.[9] En dicho estudio se ponían de relieve los casos de los sistemas bancarios de Alemania, Austria, Suiza o Bélgica en los cuales se encontraba fuertemente arraigado el concepto de la banca universal o “multipurpose banking” según la terminología de los autores citados. Para dichos expertos los bancos “multipurpose” eran recomendables para los países en desarrollo en razón de las ventajas que presentaban y que eran muy atractivas. En particular, los bancos “multipurpose” o universales estaban en posibilidad de operar con mayor eficiencia por las economías de escala que se podían explotar, por la indivisibilidad de las empresas y de los factores de la producción, por la complementariedad de los productos y servicios financieros y, consecuentemente, también en razón de que ofrecían costos de transacción más reducidos. Asimismo, según esos autores los bancos “multipurpose” tendían a presentar mayor estabilidad gracias a la diversificación de sus carteras.[10]
[1] “Iniciativa de decreto que reforma y adiciona las leyes General de Instituciones de Crédito y Organizaciones Auxiliares y Orgánica del Banco de México”, diciembre de 1970.
[2] “Reformas y adiciones a las leyes General de Instituciones de Crédito y Organizaciones Auxiliares y Orgánica del Banco de México”, Diario Oficial de la Federación, 29 de diciembre de 1970.
[3] Felipe Presbítero Araiza, “Análisis Jurídico de la Banca Múltiple en México”, Tesis para obtener el grado de doctor en derecho, UNAM, Facultad de Derecho, 1982, p. 72.
[4] Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Legislación Bancaria, México, (s.e.), 1980, Tomo I pp. 85, 282, 368 y 555, y Tomo II, pp. 186-187.
[5] Francisco Borja Martínez, “Desarrollo del derecho bancario mexicano (1968-1977)”, Revista Jurídica, Universidad Iberoamericana, julio de 1978, Tomo I, núm. 10, pp. 419-422.
[6] Presbítero, op. cit., pp. 72-73.
[7] Samuel B. Chase & John J. Mingo, “The regulation of bank holding companies”, en Thomas M. Havrilesky & John. T. Boorman, Current Perspectives in Banking Operations, Management and Regulation, Arlington Ill., Ahm Publishing Corporation, 1976, pp. 395-398.
[8] Raúl Ortiz Mena, Los Bancos y la Industrialización en Alemania, México, Ed. Cultura, 1948.
[9] Riechel, Klaus Walter y Deena R, Khatkhate, Multipurpose banking: its nature, scope and relevance for less developed countries, IMF Staff Papers, 1980.
[10] Ibid., pp. 5, 9 y 11.